martes, mayo 30, 2006

Olga Orozco

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Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba en mí igual que en un espejo
[de sonrientes praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.
Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en un último instante fulmíneo como un rayo,
no en el tumulto incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura que los cambiantes sueños,
allá, donde escribimos la sentencia:
"Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer aposento".



Num. 17 de Las muertes (1952)

El pródigo

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Aquí hay un tibio lecho de perdón y condenas
-injurias del amor-
para la insomne rebeldía del Pródigo.
Sí. Otra vez como antaño alguien se sobrecoge cuando la soledad asciende con un canto radiante

[por los muros,

y el aliento remoto de lo desconocido le recorre la piel lo mismo que la cresta de una ola salvaje.
“Levántate. Es la hora en que serás eterno.”
Y otra vez como antaño alguien corta sin lágrimas unas ajadas cintas que lo ataban al cuadro familiar,
y sepulta una llave bajo el ácido musgo del olvido.
Detrás queda una casa en donde su memoria será sombra y relámpago.
Él probará otros frutos más amargos que el llanto de la madre,
arderá en otras fiebres cuyas cóleras ciegas aniquilen la maldición del padre,
despertará entre harapos más brillantes que el codicioso imperio del hermano.
¿Hay algún sitio aún donde la libertad levante para él su desafío?
Allí está su respuesta: una furiosa ley sin paz y sin amparo.
Pero noche tras noche,
mientras la sed, el hambre y el deseo dormitan junto al fuego como errantes mendigos que soñaran

[una fábula espléndida,
otras escenas vuelven tras el cristal brumoso de su llanto
y un solo rostro surge desde el fondo de los gastados rostros
lo mismo que el monarca a través de la herrumbre de las viejas monedas.
Es el antiguo amor.
El elegido ahora cuando el Pródigo torna a rescatar la llave de la casa.
Ha pagado su precio con el mismo sudario de un gran sueño.
¡Oh redes, duras redes que intentáis contener el viento de setiembre:
permitidle pasar!
No vino por perdón: no le obliguéis a expiar con el orgullo.
No vino por condena: no le obliguéis a amar con indulgencia.
Otra vez como antaño sólo vino con un ramo de ofrendas a cambio de otros dones.
No haya más juez que tú,
Dios implacable y justo.



Num. 16 de Las muertes (1952)

La víspera del pródigo

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Yo, el que vela arropado en la inocencia,
soy el que no partió cuando mi último soplo extinguió la bujía.
Pero ¿quién descifró lentamente los fabulosos signos?
¡Oh, lejano!
¿Quién buscaba en las nubes el espejo donde duerme la imagen de secretos países?
¿Quién oía otras voces quejándose en el viento contra el cristal golpeado?
¿Quién inscribió con fuego su nombre en los maderos para que fuese anuncio ardiente por las playas?
¡Oh, mensajeros!
Otro es el que se fue.
Mas por su rostro paso a veces como si aún se viera en el globo azogado de la infancia

[que el tiempo balancea;

y hasta mí llega a veces, tras las frondas errantes, el fulgor de su mísera realeza.
No me juzguéis ahora.
Esperadlo conmigo.
Su muerte ha de alcanzarme tanto como su vida.



Num. 15 de Las muertes (1952)

Evangelina

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Duerme aquí Evangelina.
Su dulce tierra fue tan leve
que en un día cualquiera la invadieron los cielos.
En ningún corazón tatuó su nombre como en una corteza.
Ningún semblante amado se sumergió en la aureola de su sueño.
Alguien recuerda a veces vagamente su vestido celeste:
“Acaso es el color de esa estación brumosa que envolvió con sus gasas las altas alamedas...
o quizás el hechizo de algún cuento de infancia
donde había una barca abandonada llevando entre las noches de cierto aniversario
[unas pálidas flores por los ríos”.
Nadie lo sabrá nunca.
No es ésta la morada de ninguna memoria,
de ningún olvido.
Por eso aquí la hierba es sólo hierba,
pero hierba celeste.



Num. 14 de Las muertes (1952)

Carlos Fiala

Estoy aquí porque me lo han mandado.
No estoy aquí porque quiera nada para mí, ni para ser recompensado.
Franz Werfel, “La muerte del pequeño burgués”

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Nació un cinco de enero.
Tenía que vivir sesenta y cinco años porque así estaba escrito en todos los papeles.
No fue un rostro esperado,
ni el sueño de un jardín donde los girasoles son el tambor absorto del verano,
ni el miedo de partir y volver a llamar desde la lejanía sin que nadie responda.
Ni un obstinado afán de prolongar la gloria miserable de felpas y retratos.
Fue un humilde legado lo que su voluntad compraba día a día.
Día a día escuchamos el tintinear sombrío de la oscura moneda de la muerte.
Pero no lo sabíamos.
Del otro lado de los hombres el tiempo era tan sólo el color de unas hojas que perduran palideciendo
[hasta la extenuación.
Del lado de los hombres el yacía en su cuerpo lo mismo que el heróico morador de una casa
[donde todo ha caído,
donde légamo y ruinas se disputan un palmo de corazón aciago,
ese aliento que aún brota sofocado por la respiración de unas hiedras mortales,
la última memoria de una tierra baldía.
Del lado de los dioses el tiempo era una insignia de sangre y de coraje.
Del lado de los dioses él estaba de pie, insomne en su portal, aguardando el relevo.
En vano desfilaron las muchachas sedosas como un vaho estival,
los viejos compañeros del Regimento Real de Infantería,
o los adoradores de unas sagradas leyes que acatara con todo su terror o toda su esperanza.
¿Qué podían las máscaras brillantes, los rastros engañosos para la cacería?
Él era el centinela de una dura consigna.
Ninguna otra obediencia ningún otro castigo.
Hasta que las banderas enrojezcan la niebla
y un galope salvaje, un toque de trompetas resuenen como el trueno,
y el carruaje imperial atraviese la tierra rodando con la última moneda de la muerte.
Carlos Fiala, a la orden.
Murió el siete de enero.
Debajo de su almohada había un calendario y un ribete dorado.


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Num. 13 de Las muertes (1952)

Andelsprutz

¿Por qué está muerta la ciudad de Andelstprutz y cuándo se quedó sin alma?
Lord Dunsant, “Cuentos de un soñador”

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Mi nombre era Andelsprutz,
infortunada hija de Akla muerta en el cautiverio.
Treinta guirnaldas fueron en mi frente la promesa y el llanto de mi madre.
Treinta guirnaldas fueron los treinta aniversarios en que el conquistador velaba iluminado

[por la luz de su espada.

Pero ninguna flor fue paz ni fue venganza.
Tan sólo mi locura
-ese árbol ardiendo entre la selva helada-
proclamó la caída de la última noche.
Y yo salí de mí siendo yo y siendo ajena lo mismo que las sombras.
Yo descendí mis gradas y marché hacia los montes con mi vestido gris de niña ciega

[que busca otra morada,

y los cabellos como un haz de llamas,
y el ángel del consuelo golpeándome la espalda con sus manos de polvo alucinado.
¿Dónde estaba la llave? ¿Dónde la puerta que abre el nuevo nacimiento?
Vinieron mis hermanas,
aquéllas que hace siglos tienen un mismo rostro en la memoria,
en la pequeña eternidad que el hombre crea para sus propias muertes,
y alumbraron mi paso en la penumbra.
Nadie regresará por esas huellas porque Andelsprutz no es más la conquistada.
Viajeros, contempladme:
mis lámparas no encienden una reunión de gentes que entretejen esperanza y paciencia,
ni mis muros se estrían con las lágrimas de los que desesperan,
ni mi color es dulce y resignado como el de un viejo clima.
Mis frutos son apenas desabridos.
Conquistadores:
descansad tranquilos.
¿Qué puede profanar un sueño sin orgullo?
No guardáis más que piedras sobre piedras en honor de mi muerte.
Emisarios:
no traigáis más guirnaldas.
Y decid a mi madre que soy la bien venida
aquí, donde comienzo a ser la huérfana y ella un poco la ausente que ya no espero en vano.
(Del único testigo
del que escuchó el aullido de las bestias y las campanas de las catedrales clamando

[con mi voz en el desierto,

de aquel que vió perderse mi alma fugitiva en las moradas de la lejanía,
alguien dirá que caminaba envuelto en sus propias tinieblas.
Pero decid, ¿quién puede sobrellevar a solas, sin quebranto, la imagen del prodigio?
Y más aún, decidme si un corazón amante y solitario,
si un árido sagrario donde ardemos irrevocablemente perdidos y llorados,
no puede ser tal vez nuestro sitio en el cielo.)


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Num. 12 de Las muertes (1952)

domingo, mayo 28, 2006

James Waitt

Luchando contra grandes sombras, aferrado a mentiras sin pudor,
saludando con penosa sonrisa el fin de su transparente impostura
Joseph Conrad, “El negro del Narcissus”




Yo, James Waitt,
hijo del miedo y la impostura,
tenía un cofre con monedas y un infame secreto.
Las monedas resonarán al paso de Donkin, el astuto emisario de mi muerte,
y el secreto me rozará la cara por los siglos como una rama seca,
¿Dónde está el verdadero James Waitt?
En un barco alcanzaba las riberas del ocio
simulando agonías más fastuosas que un incendio en los bosques.
Pero un día la cólera marina silbó sobre su espalda como un látigo.
¿Dónde está el verdadero James Waitt?
En un barco alcanzaba las afanosas islas
simulando un poder más obstinado que las raíces en la primavera.
Pero un día la codicia terrestre esgrimió la verdad como un relámpago.
Me arrojaron al mar envuelto en un sudario de amenaza y terror que llamaron plegaria.
¡Piedad para James Waitt,
que conquistó la vida con la faz engañosa de la muerte
y penetró en la muerte con el rostro ilusorio de la vida!
Nadie venga a buscarlo.
Rasguñará en el limo lo mismo que las ratas en la viscosidad del maderamen,
hasta que el mar lo sorba como a un brebaje oscuro tras la máscara lisa de una lona.
Nadie diga su nombre para el último día.
James Waitt no tendrá rostro.



Num. 11 de Las muertes (1952)

...Lievens

La niña se creía la única niña en el mundo, acaso. ¿Sabía siquiera que era niña?
J. Supervielle, “La niña de alta mar”


Esa criatura ha muerto,
Charles Lievens.
¿Para qué detener su marcha en la obediencia de un idéntico día?
¿Por qué guardar su imagen como el ángel helado que habita una burbuja en el cristal del tiempo?
Nadie puede llegar a compartir su rostro.
Nadie puede llamarla del lado de la luz o el de las sombras.
No cantará en la rueda de la ronda celeste que gira con el humo en el azul atardecer,
ni habrá nunca una casa con olor a costumbres,
ni padre que atraviese sobre el mapa, después de cada viaje, la mariposa incierta del destino,
ni madre en cuyas lágrimas todos estén unidos por un mismo relámpago.
Porque sólo es el eco de tu ciega nostalgia memoriosa,
la flotante sonámbulo que palpa las paredes en un perdido corredor del mar.
¿De qué vale que en nadie pueda morir ahora, si tampoco podemos morir entre su sangre?
Ya no la pienses más.
Somos tantos en otros, que acaso es necesario desenterrar del fondo de cada corazón el semblante distinto,
la bujía enterrada con que abrimos las últimas tinieblas,
para saber que estamos completamente muertos.
No la detengas más.
Déjale recobrar entre la muerte sus antiguas edades,
el olvidado nombre, la historia de los seres que son huecos desiertos en los vanos retratos,
la esperanza de ser algo más que la sombra de la sombra de un Dios que nos está soñando a todos,

[Charles Lievens.



Num. 10 de Las muertes (1952)

Bartleby

Había rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo
Herman Melville, “Bartleby”

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Nadie supo quién fue.
Nunca estuvo más cerca de los hombres que de los mudos signos.
Él hubiera podido enumerar los días que soportó vestido de gris desesperanza,
o describir siquiera la sombra de los sueños sobre el muro vacío.
Nos queda solamente la mascarilla pálida,
la mirada serena con que eludió el llamdo de todos los destinos,
la imagen de su muerte desoladoramente semejante a su vida.
No queremos pensar que fue parte de nosotros,
que fue nuestra constancia a las pacientes leyes que ignoramos.
Todos hemos sentido alguna vez la pavorosa y ciega soledad del planeta,
y hasta el fondo del alma rueda entonces la piedrecilla cruel,
conmoviendo un misterio más grande que nosotros.
¡Oh, dios! ¿Es preciso saber que no podemos interpretar las cifras inscriptas en el muro?
¿Es preciso que aullemos como perros perdidos en la noche o que seamos Bartleby

[con los brazos cruzados?

Preferimos no hacerlo.
Preferimos creer que Bartleby fue sólo memoria de consuelos, de perdón, de esperanzas

[que llegaron muy tarde para los que se fueron;

testigo de un gran fuego donde ardió la promesa de un tiempo que no vino.
No será en ese cielo. En otro nos veremos.
Él estará también pálidamente absorto contemplando la otra cara del muro.
Deberá recordar una por una todas las cartas muertas.
Pero acaso aun entonces él prefiera no hacerlo.




Num. 9 de Las muertes (1952)

Miss Havisham

Cuando la ruina sea completa, me extenderán,
ya muerta y vestida con mi traje nupcial, sobre la mesa de la boda
Charles Dickens, “Grandes ilusiones”



Aquí yace Miss Havisham, lujosa vanidad del desencanto.
Un día se vistió para la dicha con su traje de muerte,
sin saberlo.
Era la hora exacta en que alcanzaba la música de un sueño
cuando alguien cortó con un duro golpe las cuerdas mentirosas del amor,
y quedó desasiada, cayendo hacia lo oscuro como una nube rota.
Todo fue clausurado.
No invadir el recinto donde una novia hueca recogió para el odio los escarchados trozos de su corazón.
Quien entró fue elegido para expiar ciegamente todo el llanto.
No levantar los sellos.
Las manos de la luz habrían dispersado los flotantes ropajes,
los manteles roídos por tenaces dinastías de insectos,
las aguas del espejo enturbiadas aún después de la caída de la última imagen,
los lugares desiertos donde los comensales serían calmos deudos alrededor de una desenterrada,
de una novia marchita fosforeciendo aún en venganza y desprecio.
Ahora ya está muerta.
Pasad.
Ésa es la escena que los años guardaron en orgulloso polvo de paciencia,
es la suntuosa urdidumbre donde cayó como una colgadura envuelta por las llamas de su muerte.
Fue una espléndida hoguera.
Sí. Nada hace mejor fuego que la vana aridez,
que ese lóbrego infierno en que está ardiendo por una eternidad,
hasta que llegue Pip y escriba debajo de su nombre: “la perdono”



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Num. 8 de Las muertes (1952)

Maldoror

¡Ay! ¿Qué son pues el bien y el mal? ¿Son una misma cosa por la que testimoniamos con rabia
nuestra impotencia y la pasión de alcanzar el infinito hasta por los medios más insensatos?
Lautréamont, “Los cantos de Maldoror

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Tú, para quien la sed cabe en el cuenco exacto de la mano,
no mires hacia aquí.
No te detengas.
Porque hay alguien cuyo poder corromperá tu dicha,
ese trozo de espejo en que te encierras envuelto en un harapo deslumbrante del cielo.
Se llamó Maldoror
y desertó de Dios y de los hombres.
Entre todos los hombres fue elegido para el infierno de Dios
y entre todos los dioses para condenación de cada hombre.
Él estuvo más solo que alguien a quien devuelven de la muerte para ser inmortal entre los vivos. ¿Qué fue de aquel cuyo corazón se enlazaron las furias con brazos de serpiente,
del que saltó los muros para acatar las leyes de las bestias,
del que bebió en la sangre un veneno sediento,
del que no durmió nunca para impedir que un prado celeste le invadiera la mirada maldita,
del que quiso aspirar el universo como una bocanada de cenizas ardiendo?
No es castigo,
ni es sueño,
ni puñado de polvo arrepentido.
Del vaho de mi sombra se alza a veces la centelleante máscara de un ángel
[que vuelve en su caballo alucinado a disputar un reino.
Él sacude mi casa,
me desgarra la luz como antaño la piel de los adolescentes,
y roe con su lepra la tela de mis sueños.
Es Maldoror que pasa.
Hasta el fin de los siglos levantará su canto rebelde contra el mundo.
Su paso es una llaga sobre el rostro del tiempo.


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Num. 7 de Las muertes (1952)

sábado, mayo 27, 2006

Noica

(Personaje de un cuadro de J. BATTLE PLANAS)
Nunca oísteis su nombre.
Sin embargo, cuando un sueño cualquiera entretejió fosforescentes redes sobre el rostro del tiempo,
Noica estuvo.
Tal vez su cabellera fuera para vosotros la marea letárgica por donde sube al cielo la primer Navidad
—esa novia que flota con su ramo de cristal escarchado y una cinta plateada en la garganta-.
Acaso sus ropajes fueran para vosotros un ámbito en que caen lentamente las hojas,
cuando el amor golpea con sus manos el follaje encantado.
Lo cierto es que fue Noica,
la diosa de los seres subterráneos que disponen callando el esplendor del mundo.
Reconocedla ahora.
Antes que se haya ido para ser melodía de polvo contra el vidrio, sombra musgosa de los muros.
Guardadla para siempre en esta misma puerta abierta en el celaje de los siglos,
donde se balancea, despidiéndose,
como la luminaria en el claro final de la arboleda.
Del otro lado yace su reino alucinado.
Nunca entraréis en él.
Juntos se abismarán debajo del recuerdo y del olvido.


Num. 6 de Las muertes (1952)

Christoph Detlev Brigge

La muerte de Christoph Detlev vivía ahora en Ulsgaard,
desde hacía largo, largo tiempo, y hablaba a todos y exigía.
Rainer María Rilke, "Los cuadernos de Malte Laurids Brigge"




Esta mansión de Ulsgaard se colmó con la muerte de Christoph Detlev Brigge.
Tan sólo con su muerte.
No bebió su veneno a grandes cucharadas
ni le llegó hasta el pecho emboscada en la sombra creciente de los pinos.
Él llevaba su muerte entre la sangre:
galerías ardientes en donde los espejos proclamaron la reina prometida.
Y un día vino a él como la esposa loca.
Sesenta días y sesenta noches testimonian la boda colérica en Ulsgaard:
una endecha de amor que llega al alarido,
un cortejo de perros y de criados desgarrando la niebla de las gasas nupciales,
una marea cuya hirviente ira derribó los objetos que aún sobrevivían pegados

[como lapas a la piel de un destino.

¿A quién no convocaron las campanas para los esponsales?
¿Quién no temió morir llevado por la muerte de Christoph Detlev Brigge?
Esta mansión lo sabe.
De unos a otros muros resonaba la marcha de aquellos desposados;
recinto tras recinto retrocedía el tiempo apagando sus galas,
hasta llegar al último,
aquel en que la vida, lo mismo que una amante desechada, escondió entre las manos los cristales

[de su rostro trizado.

Ya todo fue cumplido.
En esta mansión vaga solamente la muerte de Christoph Detlev Brigge

[envuelta en estandartes imperiales.



Num. 5 de Las muertes (1952)

Carina

Yo morí de un corazón hecho cenizas
Crommelynck, "Carina"





Adiós, gacela herida.
Tu corazón manando dura nieve es ahora más frío que la corola abierta en la escarcha del lago.
Déjame entre las manos el último suspiro
para envolver en cierzo el desprecio que rueda por mi cara,
el asco de mirar la cenagosa piel del día en que me quedo.
Duerme, Carina, duerme,
allá, donde no seas la congelada imagen de toda tu desdicha,
ese cielo caído en que te abismas cuando muere la gloria del amor,
y al que la misma muerte llegará ya cumplida.
Tu soledad me duele como un cuerpo violado por el crimen.
Tu soledad: un poco de cada soledad.
No. Que no vengan las gentes.
Nadie limpie su llanto en el sedoso lienzo de tu sombra.
¿Quién puede sostener siquiera en la memoria esa estatua sin nadie donde caes?
¿Con qué vano ropaje de inocencia ataviarían ellos tu salvaje pureza?
¿En qué charca de luces mortecinas verían esconderse el rostro de tu amor consumido en sí mismo

[como el fuego?

¿Desde qué innoble infierno medirían la sagrada vergüenza de tu sangre?
Siempre los mismos nombres para tantos destinos.
Y aquel a quien amaste,
el que entreabrió los muros por donde tu pasado huye sin detenerse como por una herida,
sólo puede morder el polvo de tus pasos,
y llorar, nada más que llorar con las manos atadas,
llorar sobre los nudos del arrepentimiento.
Porque no resucitan a la luz de este mundo los días que apagamos.
No hablemos de perdón. No hablemos de indulgencia.
Esos pálidos hijos de los renunciamientos,
esos reyes con ojos de mendigo contando unas monedas en el desván raído de los sueños,
cuando todo ha caído
y la resignación alza su canto en todos los exilios.
Duerme, Carina, duerme,
triste desencantada,
amparada en tu muerte más alta que el desdén,
allá, donde no eres el deslumbrante luto que guardas por ti misma,
sino aquella que rompe la envoltura del tiempo
y dice todavía:
Yo no morí de muerte, Federico,
morí de un corazón hecho cenizas.



Num. 3 de Las muertes (1952)

Gail Hightower

No quería más que paz y pagué sin regatear el precio que me pidieron
William Faulkner, "Luz de Agosto"


Yo fui Gail Hightower,
Pastor y alucinado,
para todos los hombres un maldito
y para Dios ¡quién sabe!
Mi vida no fue amor, ni piedad, ni esperanza.
Fue tan sólo la dádiva salvaje que alimentó el reinado de un fantasma.
Todos mis sacrilegios, todos mis infortunios,
no fueron más que el precio de una misma ventana en cada atardecer.
¿Qué aguardaba allí el réprobo? ¿Qué paz lo remunera?
Un zumbido de insectos fermentando en la luz como en un fruto,
la armonía de un coro sostenido por la expiación y la violencia,
y después el estruendo de una caballería que alcanza entre los tiempos ese único instante
[en que el cielo y la tierra se abismaron como por un relámpago;
esa gloria fulmínea que arde entre el estampido de una bala y el trueno de un galope.
Aquélla fue la muerte de mi abuelo.
Aquél es el momento en que yo,
Gail Hightower veinte años antes de mi nacimiento,
soy todo lo que fui:
un ciego remolino que alienta para siempre en la aridez de aquella polvareda.
¿Qué perdón, qué condena,
alumbrarán el paso de una sombra?

Num. 2 de Las muertes (1952)

Las muertes

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He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará la lluvia,
lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de la piel del lagarto,
inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz de alguna lágrima;
arena sin pisadas en todas las memorias.
Son los muertos sin flores.
No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.
Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.
Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,
mas su destino fue fulmíneo como un tajo;
porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los infames lechos vendidos por la dicha,
porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida gota de salmuera.
Ésa y no cualquier otra.
Ésa y ninguna otra.
Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros de nuestra vida.



Num. 1 de Las muertes (1952)

El segundo libro, "Las muertes" (1952)


Seis años transcurrieron entre la publicación del primer y segundo libro de Olga Orozco, Las muertes (1952), que coincide con la muerte de su madre, una mujer culta e inteligente a la que siempre estuvo muy unida, como cuenta a J. Sefamí:
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"Lloré siempre la muerte de mi madre, desde que yo era muy chica. Inclusive, cuando tenia esa edad, la internaron para operarla de una hernia y yo dormía con un camisón de mamá, para poder sentir su perfume. Y lloraba todas las noches como si fuera a morir, y durante mucho tiempo yo me despertaba llorando por la posible muerte de mamá. Murió tantísimo después. Es como si toda la vida hubiera estado llorando la muerte de ella. No es porque mi madre no fuera un ser vital. Fue una muerte que no asimilé nunca."
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Entre medias, se había vuelto a casar (en 1949), aunque este segundo matrimonio tampoco duraría mucho (exactamente siete años). Por esta época, hacía comentarios sobre teatro clásico español y argentino en la Radio Municipal de Buenos Aires y formaba parte de un grupo de radioteatro; como actriz se la conocería durante muchos años como Mónica Videla, en un programa que tuvo cierto éxito entre 1947 y 1954. Trabajaba también en Radio Splendid, en el grupo de Nidia Reynal y Héctor Coire.
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Además de poesía, seguía haciendo traducciones del italiano y del francés (con el tiempo, serán famosas sus versiones de Vestir al desnudo, de Pirandello; La lección y las sillas, de Eugene Ionesco; La invasión de Arthur Adamov; y Becket o el honor de Dios, de Jean Anoulh) y también varias correcciones para algunas editoriales, al tiempo que empezaba a aumentar el número de colaboraciones periodísticas en revistas argentinas (Reseña, Reunión, Cabalgata, Correo Literario, Anales de Buenos Aires, A partir de cero, Papeles de Buenos Aires, Espiga, La Nación, Sur, Testigo) y del extranjero (Vuelta y Cuadernos Hispanoamericanos, principalmente).
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El libro Las muertes salió también en la Editorial Losada, con apenas 17 poemas. Son los siguientes: Las muertes (1), Gail Hightower (2), Carina (3), El extranjero (4), Christoph Detlev Brigge (5), Noica (6), Maldoror (7), Miss Havisham (8), Bartleby (9), ...Lievens (10), James Waitt (11), Andelsprutz (12), Carlos Fiana (13), Evangelina (14), La víspera del pródigo (15), El pródigo (16 ) y Olga Orozco (17). Como puede comprobarse ya por sus títulos, es una recopilación de lecturas elegíacas, un pequeño catálogo de personajes literarios cercanos a Olga, con el denominador común de su peculiar relación con la muerte (y la locura, en cierto modo). Al final del libro, como una pequeña broma seria de Olga, el poema que, con el tiempo, se ha convertido seguramente en el más famoso de su producción.
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”Esos personajes de novela que yo elegí como mitológicos eran seres que habían cumplido con una vida perfecta. Cuando digo perfecta, me refiero a su ética o al hecho de haber tenido un inicio, un desarrollo y un final que hace de ellos seres intocables a los que ya no se les puede agregar nada más. Eso me inducía a verlos como mitos modernos: personajes, casi todos, de novelas que tenían una vigencia notable. Hay algunas excepciones, como el poema donde hablo de mi propia muerte”.
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Mitos modernos que Olga Orozco ha tomado de sus lecturas de Rilke (Los cuadernos de Malte Laurids Brigge), Lautreamont (Los cantos de Maldoror), Crommelynck (Corina), Faulkner (Luz de Agosto), Dickens (Grandes ilusiones), Melville (Bartleby), Supervielle (La niña de alta mar), Conrad (El negro del Narcissus) y Dunsany (Cuentos de un soñador), entre otros. Y con los que ha intercambiado su propia identidad poética, en una suerte de transfiguración singularizada que le lleva a extraer del momento preciso de la muerte de cada uno de ellos la desnudez heróica de la universal desdicha: esos personajes son eternos y pervivirán, de esa forma, en la memoria de todos mientras su destino siga siendo “perfecto”, coherente consigo mismo. Como dice el primer poema, “muertos que no blanqueará la lluvia”, fantasmas y cenizas de criaturas poseídas por el amor y el deseo, la locura y la muerte.
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El último de los poemas es un retrato de la propia Olga, de la asunción de su propia muerte. A la escritora le hacía gracia que, al igual que le ocurriera a Neruda con su famoso Poema 20, en los recitales siempre le pidieran que lo leyese, con reiteración:
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“Sí, me piden que lo repita constantemente. Yo, que no me sé de memoria ningún otro de mis poemas, he acabado por aprendérmelo a fuerza de tanto repetirlo. Además ha creado confusiones en algunos críticos por el hecho de decir que muero en el corazón de alguien. Tomado en un sentido literal, se han preguntado cómo se puede morir de atrás para adelante, cómo se puede morir al revés. La muerte no tiene revés, yo más bien lo que creo es que la muerte no tiene derecho, nunca”.
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Estructuralmente, Las muertes es un libro diferente a Desde lejos, más elaborado y enfático, si se quiere..., más intelectual. Estéticamente, en cambio, sigue la línea trazada por Olga Orozco en 1946: poesía de la identidad, personal y solitaria casi siempre, pero a la vez integrada en la verdad profunda de la existencia (la certeza de la desaparición corporal y... ¿espiritual?). Los temas se repiten en lo esencial (la muerte, las puertas, los sueños, el silencio...) y los versos siguen siendo libres y oraculares, el tono algo menos previsible, pero la intención igualmente certera. Lo que en algunos poemas del primer libro era una mera indagación de la realidad, una mitología si se quiere, se convierte ahora en todo un conjunto de textos orgánicamente completo, cerrado. Los personajes literarios reseñados se convierten en metáforas simbólicas de ciertos aspectos de la fatalidad humana (no sólo del hecho de morir, por supuesto), que, de esa forma, quedan salvadas, finalmente vivas en el tiempo definitivo (que es el que a Olga le importa). Lo ha expresado muy bien Edelweiss Sierra:
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"Tiempo de vivir y tiempo de morir es la consigna del destino terrestre, sostiene el mensaje de este poemario de cuidado rigor estilístico, con el que Olga Orozco dilata el horizonte isotópico de la muerte con nuevas redes metafórico-sintácticas y sus centros de gravedad semántica".
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Los personajes toman prestada de Olga su voz agónica y la convocan para que rinda cuentas por todos de su propia existencia. En Las muertes el trato intimista del poema nos afecta a todos, como en un camino de ida y vuelta, como apunta certeramente Edelweiss Sierra:
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"Estamos en presencia de una creadora que desde su yo lírico se instala en la multiplicidad de otras vidas y de otras muertes asumiéndolas por obra de la transmutación poética, que le permite volver a su yo intransferible para contemplarse morir cada día, testigo de sí misma, solidaria con la muerte de todos."
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No hace falta indicar que este libro, originalísimo como pocos en el panorama literario de nuestra época (sus únicos referentes cabría encontrarlos en la poesía funeraria de hace muchos siglos...; hoy en día, el género ya se ha perdido) situó a nuestra autora en un lugar destacado de las letras argentinas. Sin duda alguna, los seis años de espera habían merecido la pena, como podrán comprobar Vds. mismos en las entradas que siguen a ésta. Sigan leyendo.
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jueves, mayo 25, 2006

Cortejo hacia una sombra

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Lejos van nuestros gestos,
las palabras recién desamparadas,
la imagen de los cuerpos prisionera del aire,
a entretejer distantes otro tiempo con todo lo que acaso sobreviva a nuestra vida misma.
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De nosotros emigran las tristezas con sus alas nocturnas,
las dichas inasibles como un cálido vaho que levanta la tierra adormilada,
el triste resonar de las tardes cumplidas en odio o en amor
las viejas alegrías cuyo adiós demoramos lo mismo que las voces que los árboles huecos rememoran,
los cielos entreabiertos de las revelaciones,
el terror, las plegarias,
todo cuanto sostiene la ansiedad, la fatiga de no alcanzar jamás un memorable olvido.
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Desde lo más callado de nosotros emigran esos lentos cortejos
para poblar, lejanos, la inviolable comarca donde habita nuestro propio destino.
y donde cada paso se abisma en el clamor de otros pasos que fueron,
y luego se despide,
y retorna en la luz, pálidamente, a un débil despertar que sólo nos ayuda a salir de nosotros.
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Así llegan a veces esos días mentidos
de los que el corazón se aleja, soñoliento, ataviado de fieles pesadumbres,
porque antaño vivió sus mismas agonías;
y aún los increíbles
aquellos que recobran momentos tan efímeros,
tantos sueños dispersos,
tantas sombras que nunca se unieron en nosotros
y jamás llaman, perdidas, como alguien que despierta de pronto en otro reino.
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Ahora, cuando la juventud recorre como un río el semblante ligero de las horas dispuestas a partir:
¿quién reconocería el valor de una lágrima a lo lejos,
la inmensa resonancia de una noche cualquiera,
junto al gran resplandor en el que ardiendo bellamente se extinguen
tantas cosas que aquí soñamos para siempre todavía?
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Ahora, cuando yo me pregunto
en qué región nacida al conjuro del llanto o al llamado de la hierba apacible,
en qué lerdo sendero desvelado por ávidos ramajes o por el indolente redoblar de las lluvias,
en qué mirada ajena,
en qué ademán tan mío, melancólicamente apasionado,
encontraré ese tiempo al que cada llegada me condujo:
esa sombra de siempre,
la esperada.



Num. 22 de Desde lejos (1946)

La deconocida

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Un día recogieron el indolente peso de su cuerpo bordeado por un sueño,
la ramazón de su alma balanceándose al soplo de iguales melodías,
todo su largo tiempo contenido por inmóviles redes;
y así quedó labrada
-un reflejo tan sólo de sus cambiantes, indomables sombras-
dentro de un corazón como una nervadura.
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Allí no penetró ni el esplendor del aire desplegando el suspiro de las recientes flores,
ni la noche roída por esos tristes huevos que abandona al partir
todo cuanto ya fue desvanecido.
Ni claridad gloriosa como un saludo de alas relucientes,
ni penumbra de labios que musitan un desmayado adiós,
porque allí reina apenas la estéril duración de un momento cumplido,
un cielo sin anhelo de otros cielos,
la hija inalterable de una sorda memoria.
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Pero donde los días entretejen pacientes sus coronas,
ella sintió filtrarse hasta sus venas las hondas estaciones,
el hechicero vuelo de la vida y la muerte
como dos mariposas que estremecen una ansiosa pradera.
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¡Cuánta pasión rodando por sus dulces declives!
¡Cuánta quietud a la que el viento llega con sus manos salvajes,
rescatando el despojo de unas ramas que ardieron hasta el polvo,
levantando el silvestre perfume de unas hierbas
y repitiendo el canto de lo hermoso que pasa!
¡Cuántos tallos mordidos por una sed que nada colma nunca!
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¿Cómo encontrar bajo invencibles lianas
esa respuesta a un alma que interroga incesante,
ese lugar preciso para una oscura forma cuyos lindes se borran
prolongándose en lágrimas, en huellas,
en ademanes vagos, en nombres tan inciertos para el amor y el odio?
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Ella lleva en sus brazos tantos restos de edades desoídas,
tanta vana esperanza, tantas ofrendas demasiado pródigas,
que se irán convirtiendo en ramo que se ahueca hasta ser un color
cuando atraviese lóbregos recintos,
corredores sumidos en el eco monótono de un tiempo,
herrumbres y letargos donde esperaba hallas las grandes primaveras.
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¡Oh tierra, juventud insaciable!
Cubridla de piedad,
de promesas lucientes como un río al caer de un relámpago,
cuando ella se asome a la cerrada cavidad deun pecho que ha servido a un recuerdo
y contemple, todavía ignorante,
lo mismo que a través de un cristal empañado por la respiración de pálidos helechos,
a aquella que vivió tan sólo un gesto suyo,
solitario, perdido,
el inmutable rostro de la desconocida.



Num. 21 de Desde lejos (1946)

Cuando alguien se nos muere

.
Fue necesario el grave, solitario lamento del viento entre los árboles,
para que tú supieras más que nadie ese desesperado resonar,
ese rumor sombrío con que pueden decirse las palabras
cuando de nada vale su fugaz melodía,
cuando en la soledad
-la única apariencia verdadera-,
contemplamos, callando, los seres y los tiempos que fueron en nosotros
irrevocables muertes cuyos nombres no sabremos jamás.
.
Fue necesario el ocio de aquellas largas noches
que minuciosamente ordenaste en recuerdos, memorioso,
para que tú pasaras sosteniendo la sombra con tu sombra,
apenas presentida por los días,
con tu misma pausada palidez demorándose aún después de haberte ido,
porque era tu adiós la despedida última,
la última señal que acercaba los sueños desde el incontenible amanecer.
.
Fue necesario el lento trabajo de los años,
su rápido fulgor, su mustio decaer entre pesados muros
que sólo levantaron respuestas de ceniza a tu llamado,
para que tú miraras largamente tus despojadas manos
como a una llanura donde los vientos dejan polvaredas mortales,
mientras disponen, lejos,
la tempestad que arrase desmedida su sediento destino.
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Fue necesario todo lo que fuimos contigo,
lo que somos contigo del lado de los llantos,
para saber, viviendo, cuánta sorda tiniebla te asediaba
y encontrarnos, después,
con el transido resplandor del aire que dejaste muriendo.
.
Porque todo ese tiempo
es el innumerable testigo que nos trae las mismas evidencias,
aquello en lo que fuiste cuanto eras, de una vez para siempre:
acostumbrados gestos,
ciertos ritos que cumpliera tu sangre sumisa a la memoria,
esos nocturnos pasos acercando los campos
donde la luz es sólo un repetido comienzo de penumbras,
las remotas paredes, las efímeras cosas a las que retornabas
con la triste paciencia de quien guarda afanoso, en la mirada,
paisajes habituales que más tarde
aliviarán el peso de las horas en sabido destierro.
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Tú pedías tan poco.
Apenas si esperabas un tranquilo vivir que prolongara la duración de tu alma en idéntico amor,
en radiante amistad, en devoción sagrada
por gentes que existieron con la simple nobleza de la tierra,
sin glorias ni ambiciones.
Tú amabas lo inmortal, lo grandioso terrestre.
.
Más nada pudo el débil llamdo de tu vida contra pesadas puertas
-aposentos malditos, épocas miserables
donde la dicha duerme sordamente su legandario olvido-,
nada tu lejanía contra las invencibles mareas de lo inútil,
nada tu juventud contra ese rostro
que entre desalentadas rebeldías, nostalgias y furiosas pesadumbres,
infatigablemente se asomó a tus desvelos;
y una noche sentimos dentro del corazón un ronco oleaje,
amargamente vivo,
en el preciso sitio donde ardía en nosotros,
como nosotros mismos duradera,
tu callada grandeza.
.
Ahora estamos más solos por imperio de muerte,
por un cuerpo ganado como un palmo de tierra por la tierra baldía,
recobrando al conjuro del más lejano soplo
realidades perdidas en lo más olvidado de los antiguos días,
imágenes que juntos traspasamos, que juntos nos esperan;
porque no es el recuerdo del pasado dispersos ademanes
-hojarascas y ramas que encendemos
para llorar al humo de una lánguida hoguera-,
sino fieles señales de una región dormida que aguarda nuestro paso
con las huellas de antaño suspendidas como eternos ropajes.
.
No es por decir, Eduardo, cuando alguien se nos muere,
no hay un lugar vacío, no hay un tiempo vacío,
hay rágafas inmersas que se buscan a solas, sin consuelo,
pues aquí, y más allá,
tanto de lo que él fue respira con nosotros la fatiga del polvo pasajero,
tanto de lo que somos reposa irrecobrable entre su muerte,
que así sobrevivimos
llevando cada uno una sombra del otro por los distantes cielos.
Alguna vez se acercarán,
entonces, cuando estemos contigo para siempre,
últimos como tú, como tú verdaderos.



Num. 20 de Desde lejos (1946)

Cabalgata del tiempo

.
Inútil. Habrá de ser inútil, nuevamente,
suspender de la noche, sobre densas corrientes de follaje,
la imagen demorada de un porvenir que alienta en la memoria;
penetrar en el ocio de los días que fueron dibujando con terror y paciencia
la misma alucinada realidad que hoy contemplo,
ya casi en la mirada;
repetir todavía con una voz que siento pesar entre mis manos:
- Alguna vez estuve, quizás regrese aún, a orillas de la paz,
como una flor que mira correr su bello tiempo junto al brazo de un río.
.
Todo ha de ser en vano.
Manadas de caballos ascenderán bravías las pendientes de su infierno natal
y escucharé su paso acompasado, su trote, su galope salvaje,
atravesando siglos y siglos de penumbra,
de sumisas distancias que irremediablemente los conducen aquí.
.
Tal vez sería dulce reconquistar ahora una música antigua,
prufunda y persistente como el eco de un grito entre los sueños,
sumirse bajo el verde sopor de las llanuras
o morir con la lluvia, tristemente,
entre ramos llorosos que sombrearán viejísimas paredes.
.
Imposible. Sólo un fragor inmenso de ruinas sobre ruinas.
Es el desesperado retornar de los tiempos que no fueron cumplidos
ni en gloria de la vida ni en verdad de la muerte.
Es la amarga plegaria que levantan los ángeles rebeldes
llamando a cada sitio donde pueda morar su dios irrecobrable.
Es el tropel continuo de sus lucientes potros enlutados
que asoman a las puertas de la noche la llamarada enorme de sus greñas,
que apagan con mortajas de vapor y de polvo toda muda tiniebla,
agitando sus colas como lacios crespones entre la tempestad.
La sangre arrepentida, sus heroicas desdichas.
.
Y nada queda en tí, corazón asediado:
apenas si un color, si un brillo mortecino,
si el sagrado mensaje que dejara la tierra entre tus muros,
se pierden, a lo lejos,
bajo un mismo compás idético y glorioso como la eternidad.



Num. 19 de Desde lejos (1946)

La casa

.

Temible y aguardada como la muerte misma
se levanta la casa.
No será necesario que llamemos con todas nuestras lágrimas.
Nada. Ni el sueño, ni siquiera la lámpara.

Porque día tras día
aquellos que vivieron en nosotros un llanto contenido hasta palidecer
han partido,
y su leve ademán ha despertado una edad sepultada,
todo el amor de las antiguas cosas a las que acaso dimos, sin saberlo,
la duración exacta de la vida.

Ellos nos llaman hoy desde su amante sombra,
reclinados en las altas ventanas
como en un despertar que sólo aguarda la señal convenida
para restituir cada mirada a su propio destino;
y a través de las ramas soñolientas el primer huésped de la memoria nos saluda:
el pájaro del amanecer que entreabre con su canto las lentísimas puertas
como a un arco del aire por el que penetramos a un clima diferente.

Ven. Vamos a recobrar ese paciente imperio de la dicha
lo mismo que a un disperso jardín que el viento recupera.

Contemplemos aún los claros aposentos,
las pálidas guirnaldas que mecieron una noche estival,
las aéreas cortinas girando todavía en el halo de la luz como las mariposas de la lejanía,
nuestra imagen fugaz
detenida por siempre, en los espejos de implacable destierro,
las flores que murieron por sí solas para rememorar el fulgor inmortal de la melancolía,
y también las estatuas que despertó, sin duda a nuestro paso,
ese rumor tan dulce de la hierba;
y perfumes, colores y sonidos en que reconocemos un instante del mundo;
y allá, tan sólo el viento sedoso y envolvente
de un día sin vivir que abandonamos, dormidos sobre el aire.

Nadie pudo ver nunca la incesante morada
donde todo repite nuestros nombres más allá de la tierra.
Mas nosotros sabemos que ella existe, como nosotros mismos,
por el solo deseo de volver a vivir, entre el afán del polvo y la tristeza,
aquello que quisimos.

Nosotros lo sabemos porque a través del resplandor nocturno
el porvenir se alzó como una nube del último recinto,
el oculto, el vedado,
con nuestra sombra eterna entre la sombra.

Acaso lo sabían ya nuestros corazones.


Num. 18 de Desde lejos (1946)

A solas con la tierra

.
Para desvanecer este pesado sitio
donde mi sangre encuentra a cada hora una misma extensión,
un idéntico tiempo ensombrecido por lágrimas y duelos,
me basta sólo un paso en esa gran distancia que separa la sombre de los cuerpos,
las cosas de una imagen en la que sólo habita el pensamiento.
.
Oh, duro es traspasar esos dominios de fatigosas hiedras
que se han ido enlazando a la profunda ramazón de loshuesos,
resucitar del polvo el resplandor primero
de todo cuanto fueran recubriendo las distancias mortales,
y encontrarse, de pronto,
en medio de una antigua soledad que prolonga un desvelado mundo en los sentidos.
.
Como tierra abismada bajo la pesadumbre de indolentes mareas,
así me voy sumiendo, corazón hacia adentro,
en lentas invasiones de colores que ondean como telas flotantes entre los grandes vientos,
de voces, ¡tantas voces!, descubriendo, con sus largos oleajes,
países sepultados en el sopor más hondo del olvido,
de perfumes que tienden un halo transparente
alrededor del pálido y secreto respirar de los días,
de estaciones que pasan por mi piel lo mismo que a través de tenues ventanales
donde vagas visiones se inclinan en la brisa como en una dichosa melodía.
.
Mi tiempo no es ahora un recuerdo de gestos marchitos, desasidos,
ni un árido llamado que asciende ásperamente las raídas cortezas
sin encontrar más sitio que su propio destierro entre los ecos,
ni un sueño detenido por pesados sudarios a la orilla de un pecho irrevocable;
es un clamor perdido debajo del quejoso brotar de las raíces,
una edad que podría reconquistar paciente sus edades
por las nudosas vetas que crecen en los árboles remotos,
al correr de los años.
.
Ya nada me rodea.
No. Que nadie se acerque.
Ya nadie me recobra con un nombre que tuve
-una extraña palabra tan invariable y vana-
ahora, cuando a solas con la tierra, en idéntico anhelo,
la luz nos va envolviendo como a yertos amantes cuyos labios
no consigue borrar ni la insaciable tiniebla de la muerte.



Num. 17 de Desde lejos (1946)

Entonces, cuando amor

.
Yo te recuerdo en mí, guardado amor, desde hace mucho tiempo:
era joven aún tu antigua melodía
y recorrías solo esos abandonados dominios del silencio
preferidos contigo por las hierbas y las tapias ruinosas.
Tú buscabas allí desorientado, un pecho transparente
donde la soledad y el desamparo contemplaran su imágen lo mismo que en un río.
.
La juventud velaba distraída,
prisionera de ti como una tierra donde tan sólo habita algún dios inmortal,
encerrando sus días en suspiradas flores que guardabas, amor, marchitas en tus manos,
como su fuera dada a tu deseo la terrible belleza de contarnos un día,
lejana tu mirada a nuestros ojos,
esa vieja leyenda en la que somos, unidos todavía,
ese largo reflejo del agua entre las hojas.
.
Entonces,
cuando el terror llamaba verdadero en el interminable corredor de un sueño
y donde lo ignorado de nosotros respondían la crueldad, la piedad y el abandono,
tú cantabas de pie, invencible y altivo sobre los delirantes despertares;
y cuando la tiniebla simulaba, bajo el cansado y débil resplandor de las lámparas,
imágenes temibles, engañosas al corazón confiado,
era un mismo semblante el que se alzaba más alto que las altas soledades.
.
¡Oh, amor! Toda la fuerza oscura de la tierra está en tí
y basta siempre un nombre, una palabra apenas desprendida del mundo,
para entreabrir un cielo semejante,
un país escondido donde sobrevivimos a la incensante y muda confusión de los días.
.
Allí el tiempo prolonga nuestro tiempo junto a los mismos dones,
mecido lentamente por esos largos ecos del follaje
en que reconocemos nuestras voces mucho después de entonces,
cuando fueron,
demoradas aún por todo lo imposible.
Allí el viento conoce desde antes que nosotros
ese fulgor dichoso que nos cubre la piel,
ese dulce y velado porvenir tan antiguo como el primer recuerdo
que reposa encendido bajo la gran ceniza de la tierra natal.
.
Este es tu reino, amor,
esta profunda sombra memorable en la que penetramos justamente.
.
Así se va al encuentro de algún gesto,
de aquel en que el destino se consume de pronto, intacto y duradero.
.
Sin embargo, a lo lejos, tú lo sabes,
donde la vida sigue todavía una inmensa tristeza,
se entreabren ciertas puertas que no conducen nunca a sitio alguno,
ajenos a nosotros descendemos callados ciertas interminables escalera
donde los pasos suenan adentro de otros pasos.
.
Acaso nos aguarde, en medio de la noche pavorosa,
la enemiga de todos tus amparos.
Ella, la lejanía.



Num. 16 de Desde lejos (1946)

Retrato de la ausente

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a Zelmira Orozco




Aún no se ha extinguido esa cálida ráfaga
que corre desde entonces a través de los pliegues flotantes de su traje,
derribando a sus pies los mismos crisantemos,
recién resucitados cada día,
rodeándola como con una música tan imprecisa y leve
que ella parece estar traspasando las cosas,
a pesar de la tierra, casi a pesar del cielo.
.
Nunca la conocí.
Nunca supe si sonrió alguna vez,
si el llanto le nacía entrecortado,
si amó la soledad de las lentas planicies
o los cambiantes pueblos que pasan en las nubes,
si sus costumbres fueron apasionadas magias o desganados ritos,
si sus manos buscaron la última tibieza de sus lacios cabellos al morir.
.
Sin embargo, una misma ternuna en mí la reconoce unida para siempre
a los desvanecidos aposentos, donde un tiempo letal suspende en los espejos intangibles encajes,
estremecidas felpas que recorren la piel con palpitantes olas de ceniza,
relicarios que guardan inseparablemente, entre lazos azules,
esos desmenuzados recuerdos de dos seres que jamás se encontraron,
y aéreis abanicos y sombrillas, tan lentos,
que adormecen la sangre con su soplo con envolventes ánteles.
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Delante de una vaga tormenta detenida en iguales tinielbas,
en iguales pesados resplandores,
ella ocupó su mundo, su intransible mundo
-esa distancia apenas conquistada por un solo ademán-,
mientras sentía ya, sin ninguna esperanza,
crecer en lo más hondo de su pecho indefenso invasiones de sombrs,
enredaderas muertas pegadas a un aliento que escuchaba morir
inclinando la oscura cabeza sobre el aire,
como una débil hoja que irremediablemente sabe su anochecer.
.
Acaso sea entonces su larga despedida,
entreabriendo esas puertas cuya clausura misma sostenemos viviendo,
el soplo que condujo esa imágen de antaño hacia otros tiempos,
para que ahora pueda tender,
con su mirada,
una grave indulgencia sobre nuestros recuerdos,
aun sobre el olvido que a veces la destruye
lo mismo que al follaje verdemente apagado tras la niebla llorosa de los vidrios.



Num. 15 de Desde lejos (1946)

miércoles, mayo 24, 2006

Mientras muere la dicha

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He visto a la dicha perderse gritando por un umbrío y solitario bosque,
donde el último día pasaba, silencioso,
olvidando a los hombres como a gastadas hojas que una lenta estación sostiene todavía.
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Nunca más, desdeñosa entre las tardes, su máscara dorada,
las luminosas manos conduciendo los sueños a un sediento vivir,
el fugitivo manto,
su reflejo engañoso entre la hiedra que los recuerdos guardan como un reino perdido.
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¡Oh doliente descanso de la tierra!
Alguien espera aún junto al río indeciso que la sangre contiene:
el que en su oscuridad golpea vanamente las paredes,
persiguiendo una sombra más alta que sus noches,
y al amanecer mira apenas la terca ceniza y alguna flor marchita sobre el pecho;
y más allá los otros,
los que buscan ese rincón del aire preparado a su forma
como un cuerpo anterior que en remotas edades habitaron.
.
Ellos quieren asir una huella en el polvo,
detener en la luz sus pobres paraísos hechos de lentos, trabajosos dones,
pero basta ese soplo,
que apenas si estremece las oscilantes ramasn
para trocar la paz por una muerte,
por languida costumbre los deseos.
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Porque indefensos viven los hombres en la dicha
y solamente entonces, mientras muere a lo lejos su vana melodía,
recobran nuestros rostros una aureola invencible.




Num. 14 de Desde lejos (1946)

Detrás del sueño

a Raquel Lartigue



Tal vez sean los vientos, que silenciosos cruzan los sitios donde amamos,
quienes van recogiendo nuestras mismas imágenes de antaño
-¡tanta sombra que aún nos sobrevive!-
para poblar los sueños.
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Incansable paciencia es la del viento
llorando inútilmente un olvido imposible hasta la eternidad.
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Tú lo habrás sorpresndido alguna vez entre las nieblas de una descolorida medianoche,
y te habrás detenido junto a tus propios rostros
lo mismo que delante de un espejo que las continuas lluvias empañaron
y desde el cual una velada niña saluda alegremente su juventud sombría y cruel.
.
Estaría también la escalera ruinosa,
vencida, como un puente que ha cruzado la dicha
y que vacila ya, irremediablemente, al eco de unos pasos;
y allí, sobre los muros,
el ángel del candor despertaría los antiguos retratos,
las ventanas abiertas a otro reino,
los penosos colores que no fueron un instante de luz tranquila sobre el mundo,
sino un largo misterio que sabías
porque habías sufrido también, palideciendo, el corazón secreto de las cosas;
y un olor a humedad, a leyenda anterior al tiempo conocido,
acercaría a tí la sombra de un musgo como un pausado amor.
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Todo esto es lo que el viento ha podido guardar de una estación herida hasta las lágrimas:
dos desaparecidos que repiten aún, unidos como entonces,
una misma señal amante del recuerdo y de la lejanía,
un oscuro recinto, un rincón sepultado,
donde la soledad y la tiniebla se persiguen.
.
Escucha.
No es el rumor creciente de la sangre que sostiene los cuerpos deseos tras deseos.
Es el humilde roce del polvo sobre el polvo.
No penetrar allí.
Bastará solamente que levantes los ojos desde el llanto
y esa tierna ceniza, esa piedad de un pasajero tiempo logrado duramente,
se habrá desmoronado lo mismo que una rama bajo el peso de su último huésped.

Doliente sopla el viento alrededor del sueño.
Son las manos del alba, claras y despiadadas, que lo van conduciendo hacia otro cielo.
Una densa marea liviana como el aire nos descubre la piel
y un lugar conocido, indiferente a la remota nube que recién habitamos,
nos reconquista a un día entre otros días,
a un resplandor fugaz sobre la tierra.
.
Mientras tanto tú y yo,
extraña compañera de los mismos designios,
sabremos que una hoja vivida desde dentro alguna vez
y que reposa intacta, lejos del huracán y de las luchas desnudas del invierno,
será el único siempre que habremos conocido,
aquí, donde terminan los venturosos sueños.



Num. 13 de Desde lejos (1946)

lunes, mayo 22, 2006

"1889" (Una casa que fue)

.
Implacables cayeron,
como golpes de tempestad sobre ávidos desiertos,
aquellos duros vientos, aquellas graves lluvias,
que ascendieron pacientes las paredes,
dejando esos ramajes de quejumbrosas grietas,
esas lágrimas días y días detenidas y continuadas siempre,esos hijos del tiempo.
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Ahora está sumida en un nivel más hondo que el del sueño.
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Sólo quedan en pie las mudas escaleras que ascienden y descienden prolongando el corredor desierto,
los pálidos vestigios de los recintos desaparecidos
cuyas lápidas yacen al amparo piadoso de otros muros.
.
(Así cargan los hombres, sin saberlo,
con el peso ignorado de otra vida que se apoya en la suya.)
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No hay castigo posible.
Ya nada teme al sol ni a las miradas,
aunque un destino humano esté labrado allí como en tablas de ley
y todo exista aún por fuerza poderosa de la ausencia.
.
Aún sabemos el sitio donde la infancia puso guirnaldas de fugaces mariposas,
más duraderas que los yertos nombres,
el preciso lugar donde el amor repitió una vez más,
entre murientes flores, sus mágicas endechas,
y el rincón angustioso donde una misma mano dibujó en largas sombrastoda la soledad,
el cansado letargo de la sangre.
.
Aún contemplan su mundo, no más antes que ahora,
esos antepasados de presentidos seres que se fueron;
y aún reinan transparentes, entre fieles despojos,
desde las claras huellas que dejaron sus lánguidos retratos,
y que son, en nosotros, como aquellos recuerdos demasiado constantes
que lentos, al vivir, empalidecen una región del alma.
.
Pronto habrá de caer hasta la fecha que aguardó tenazmente
el ropaje de polvo que recubre a la casa agonizante;
pues ese año del cual quedaron prisioneros tantos y tantos años,
no fue ni desafío ni memoria de un tiempo,
fue lejana advertencia de que toda constancia es derribada por mandato de tierra,
por razón inviolable de la muerte.




Num. 12 de Desde lejos (1946)

Donde corre la arena dentro del corazón

.
Yo nací con vosotras, incesantes arenas,
en un lugar donde los días tienden sus flores cenicientas como si sólo fueran recuerdo de algún sueño,
la mirada de un tiempo guardado por congojas y fatigas, que vuelve, largamente,
a repetir su inútil poderío.
.
Es la región mecida por llorosos derrumbes;
una llanura, al sur,
bajo el triste sopor de lentísimos cielos.
.
Allí pasan flotando las grandes estaciones:
los transidos inviernos con un halo de pálidas escarchas,
con los cardos errantes que alimentan las hogueras de junio
durante largas noches ataviadas de terror y leyenda;
y crueles, los estíos,
por siempre consagrados a una misma paciencia,
encienden unas hierbas, una extensión cansada de grises matorrales,
toda la sed, la dura soledad de no alcanzar la dicha más allá de su llanto.
.
Entre el amanecer y el pausado crepúsculo
marchan los lentos hombres,
sentenciosos y graves,
al encuentro imposible de una época siempre demorada,
de una respuesta al débil trabajo de sus manos;
y vuelven, silenciosos,
a sus tranquilos ritos alrededor del fuego,
contemplando a lo lejos un pasado,
una vana distancia tendida como el humo sobre el picante y agrio crepitar de los leños.
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Pero no son los años los que dejan esos muros exangües por donde asciende lenta la memoria.
.
Son unas y otras veces las sedientas manadas
o el rumor de los campos desvelados por crecientes mareas,
los que llega, precisos, hasta el infatigable recordar,
porque una vez se unieron, inseparablemente, como el tiempo a la piel,
a las gastadas vidas, las bodas y los muertos.
.
En tanto levantáis,
insaciables arenas,
médanos fugitivos que cumplen en el viento un sombrío destino,
una misión que sólo reconocen las ruinas
cuando al caer conquistan, en su más vasto sueño,
un poder semejante al que sostuvo cada piedra en las piedras.
.
Nada valen, entonces, pobres a vuestro paso,
plegarias y conjuros,
mágicos sortilegios convocando el amparo de los cielos,
murallas de indefensos tamarindos que abandonan al sol
un áspero dominio de aridez y despojos.
.
Desmedida es la tierra que amó en sus duros hijos hasta la destrucción,
hasta la sal paciente de su sangre;
mas de ella aprendieron a cotnemplar la vida a través de la muerte,
a saber, sin reposo, que aún no ha sido creado aquello que no puedan sobrellevar las almas de los hombres,
ya comprender que el cielo y el infierno son expiados aquí
con opacas desdichas.
.
Si ellos se marchan hoy,
si hoy sus pueblos emigran a lo largo de una seca planicie
donde antaño crecieron junto a las mismas casas,
con árboles, pesares y costumbres,
no es preciso volver la vencida cabeza en despedida,
no es preciso dejar señales de sus pasos que reciban depués sus propios pasos.
.
Ellos regresarán,
porque así lo dispone un lamento de arena que responde al llamado natal de otras arenas,
allá,
en el más abismado eco del corazón.




Num. 11 de Desde lejos (1946)

Flores para una estatua

.
¡Cuántas lamentaciones,
cuántas vanas promesas tenderán como redes vencidas los amantes,
cuántas húmedas hierbas seguirán envolviendo con ternura la sombra de las cúpulas sedientas,
cuántas desalentadas melodías pregonarán las piedras en las tardes,
mientras el viento mece la huella de una imagen como a un nombre desierto!
.
Era la blanca diosa que antaño nos sonriera
desde un rincón donde su largo sueño demoraba la vida,
lejana, inalcanzable,
más allá de las manos en que polvo y amor brillaban confundidos.
.
¿A qué dichosa edad, a qué mirada tan persistente aún
que embellecia el mundo con su sólo recuerdo, destinaba sus ojos,
la pálida dulzura detenida en la piel como el último llanto en una tumba?
¿Qué soplo inacabable, desafiando los vientos,
flotaba todavía sobre su corazón, lo mismo que un ropaje?
.
Nada fueron en ella las sombrías tormentas,
el tiempo, la distancia, el triste decaer de las cosas terrestres
que solamente dejan en nosotros derrumbe y soledad,
memorias imposibles de una antigua belleza;
y así entre deseos y fatigas,
-esos mustios destellos, esas viejas guirnaldas de flores quebradizas-
soñabamos también un porvenir en el que todo fuera un largo gesto,
el único elegido,
bajo la lentitud sagrada de algún día olvidado en lo eterno.
.
Ella fue recobrada, intacta para siempre.
No la veremos más.
No sabremos jamás qué resplandor lejano correrá por su frente como un río,
ni en qué lugar, junto a su gran silencio,
retornamos de nuevo apenas a ese instante, a ese ademán, apenas,
en que la sangre ardió como en la muerte, de una sola manera.
.
Pero aquellos que fuimos,
mensajeros de un mundo perdido en lo más hondo del destierro,
vieron, cuando partían, caer en la penumbra
nuestros mismos semblantes, el último fulgor de lo que nunca muere;
y entonces dispusieron de nosotros,
asediados, efímeros,
igual que de un recuerdo semejante a su olvido.




Num. 10 de Desde lejos (1946)

Después de los días

.
Será cuando el misterio de la sombra,
piadosa madre de mi cuerpo, haya pasado;
cuando las angustiadas palomas, mis amigas, no repitan por mí su vuelo funerario;
cuando el último brillo de mi boca se apague duramente, sin orgullo,
mucho después del llanto de la muerta.
.
No acabarás entonces,
mitad de mi vida fatigada de cantar lo terrestre.
Nadie podrá mirarte con esa misma pena que se tiene al mirar un pálido arenal interminable,
porque tú volverás, ¡oh corazón amante del recuerdo!, a las tristes planicies.
.
Serás el mismo viento tormentoso de agosto,
huracanado y redentor como la plegaria de un tiempo arrepentido;
serás, cuando la noche, esa visión luciente que responde en la niebla
a una señan de oscuro desamparo;
tu voz tendrá un sonido humilde y temeroso
porque será el rumor doliente de los cercos que guardaron tu infancia,
al desmoronarse;
y tu color será el color del aire, dulcemente amarillo,
que las hojas de otoño desvanecen para sobrevivir.
.
Detrás de las paredes que limitan los sueños
estarán todavía los hombres,
prisioneros de sus mismos semblantes,
aquéllos, los marchitos,
los que dicen adiós con su mirada única
a cada nuevo paso del sombrío cortejo de su sangre,
mientras van consumiendo su destino de arena porque su cielo cabe en una lágrima.
.
No te detengas, no, glorioso mediodía de mis huesos.
Ellos ven en el polvo un letárgico olvido tan largo como el mundo,
y tú sabes, cuerpo mío dichoso desde el tiempo,
que no en vano mecieron tu corazón las lentas primaveras,
que tu pecho está unido a ese incesante aliento que reconoce en él una guarida,
que será necesario morir para vivir el canto glorioso de la tierra.



Num. 9 de Desde lejos (1946)

domingo, mayo 21, 2006

Un rostro en el otoño

.
La mujer del otoño llegaba a mi ventana
sumergiendo su rostro entre las vides,
reclinando sus hombros, sus vegetales hombros, en las nieblas,
buscando inútilmente su pecho resignado a nacer y morir entre dos sueños.
.
Desde un lejano cielo la aguardaban las lluvias,
aquellas que golpeaban duramente su dulce piel labrada por el duelo de una vieja estación,
sus ojos que nacían desde el llanto
o su pálida boca perdida para siempre, como en una plegaria que inconmovibles dioses acallaran.
.
Luego estaban los vientos adormeciendo el mundo entre sus manos,
repitiendo en sus mustios cabellos enlazados
la inacabable endecha de las hojas que caen;
y allá, bajo las frías coronas del invierno,
el cálido refugio de la tierra para su soledad, semejante a un presagio,
retornada a su estela como un ala.
.
Oh, vosotros, los inclementes ángeles del tiempo,
los que habitáis aún la lejanía
-ese olvido demasiado rebelde-;
vosotros, que lleváis a la sombra,
a sus marchitos ídolos, eternos todavía,mi corazón hostil, abandonado:
no me podréis quitar esta pequeña vida entre dos sueños,
este cuerpo de lianas y de hojas que cae blandamente,
que se muere hacia adentro, como mueren las hierbas.
Num. 8 de Desde lejos (1946)

Las puertas

.
Semejantes a los vientos,
que pasan coronando los pacientes senderos con flores,
con el polvo que alguna vez ardiera dentro del corazón,
con el eco dolietne de sepultados muros,
con destellos y músicas,
con tanta triste ruina que desterrada emigra,
he penetrado junto con mis días a través de las puertas.
.
Largamente guardaban, al abrido de duras estaciones,
un mundo que alentaba distraído,
con el aire y la luz sobre las tumbas,
entre la inmemorial paciencia de las cosas;
pero había, al pasar, tan cercano y profundo, cual la sangre,
-melodiosa sin duda-
un rápido murmullo, un vago respirar de secretas imágenes,
apagados de pronto bajo el velo con que la soeldad defiende sus comarcas.
.
Innumerables puertas:
os contemplo otra vez desde las grietas piadosas de los tiempos,
lo mismo que a esas piedras borrosas, desgastadas,
donde acaso reposa irrecobrable la sagrada leyenda de algún dios olvidado.
.
Y ante mí, como entonces, aparecen aquellas,
inútiles, humildes,
demasiado confiadas en la débil custodia del silencio,
aquellas, las que nunca pudieron contener ni el fulgor de las lágrimas,
ni siquiera las voces precarias de la dicha que invadieron, así,
rincones y aposentos reservados al color de otra muerte.
.
También te reconozco, guardiana insobornable de mi melancolía.
Quizás detrás de tí,
se levantan aún mis propias tumbas huyendo todavía de las graves tormentas,
alcanzando en las noches el recuerdo apacible de algún semblante amado,
envolviendo en sus manos, tiernamente, la misma claridad vacía y amarilla,
donde antaño vivieron confundidas las mágicas ofrendas que los días dejaron en la tierra.
Tú seguirás allí
defendiendo un sagrario de sueños y de polvo,
asediada tal vez por ávidas jaurías.
.
Mientras tanto:
¡Cuántos mudos testigos de paz y desamparo
pasarán por las puertas entreabiertas!
¡Cuánto mensaje oculto entre sus huellas recogerán los vientos!
Ellas sabían ya que la mirada del sol bajo las piedras era,
lo mismo que mis días en sus vanos albergues,
el saludo del huésped que habitará otras piedras,
no más tiempo que aquéllas.
.
Y eres tú, condenada a no abrirte para siempre,
quien conoció, más cerca que ninguna,
la escondida piedad con que alguien cierra los reinos de otra vida.
Sin embargo, sería necesario un destino cualquiera tras de ti,
ser el ruido de un paso, o el largo empañamiento de un espejo vacío,
para saber si puede su deseo, sumido en tu memoria,
volver a lo que amó.
.
Puertas que no recuerdo ni recuerdan,
perdidas con los años bajo tristes sudarios de nombres y de climas,
regresan, convocadas quién sabe por qué rafagas fieles,
como esos remolinos que castigan el desdén de los árboles
con el verdor antiguo de unas manos gastadas en soledad y olvido.
.
No. Ninguna más llorada que tú, puerta primera.
Si crecerá la hierba en tus umbrales;
si el murmullo incesante de las ramas, confiadas a los pájaros guardianes,
velará su sopor, que la crueldad del médano acechaba;
si un cerrojo de lianas y de hiedra me apartaría hoy de tus claros misterios
como de un paisaje totalmente abismado debajo de los párpados,
lejos de toda luz, negado a toda sombra.
.
Estas fueron mis puertas.
Detrás de cada una he visto levantarse una vez más
una misma señal que por cielos y cielos repitieron los años en mi sangre:
no de paz, ni tampoco de cruel remordimiento;
pero sí de pasión por todo lo imposible,
por cada soledad,
por cada tierno brillo destinado a morir,
por cada frágil brizna movida por un soplo de belleza inmortal.


Num. 7 de Desde lejos (1946)

Esos pequeños seres

.
En un país que amaba ya estará anocheciendo.
Coronados por sus mustias guirnaldas,
esos pequeños seres creados cuando la oscuridad
vuelven a poblar con sus tiernas músicas,
a golpear con sus manos de brillantes estíos
ese rincón natal de mi melancolía.
.
Sonríen los inasibles huéspedes,
las criaturas largamente buscadas en las secretas ramas,
en lo más escondido de las piedras,
en la sombra abandonada del que salió de ella eternamente joven.
Desde la lejanía me sonríen.
.
Qué inútiles sus gestos, sus caricias,
cuando algún largo tiempo nos conoce calladamente ajenos,
cuando ya no hay temor por el huyente roce de los muertos que amamos,
ni por el musgo que crece murmurando sobre el corazón,
ni por las voces nocturnas de los que se despiden sollozando:
-¡Yo te esperaré siempre allá, doliente desaparecida!
.
Vosotros,
que habitáis en mí la región desmoronada del miedo,
de las ansiadas compañías terrestres:
¿A qué volvéis ahora
como un sueño demasiado violento que la infancia ha guardado?
.
Apenas si un recuerdo os reconoce,
cada vez más lejanos.

Num. 6 de Desde lejos (1946)

Para Emilio en su cielo

.
Aquí están tus recuerdos:
este leve polvillo de violetas
cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas;
tu nombre,
el persistente nombre que abandonó tu mano entre las piedras;
el árbol familiar, su rumor siempre verde contra el vidrio;
mi infancia, tan cercana,
en el mismo jardín donde la hierba canta todavía
y donde tantas veces tu cabeza reposaba de pronto junto a mí,
entre los matorrales de la sombra.
.
Todo siempre es igual.
Cuando otra vez llamamos como ahora en el lejano muro:
todo siempre es igual.
Aquí están tus dominios, pálido adolescente:
la húmeda llanura para tus pies furtivos,
la aspereza del cardo, la recordada escarcha del amanecer,
las antiguas leyendas,
la tierra en que nacimos con idéntica niebla sobre el llanto.
.
-¿Recuerdas la nevada? ¡Hace ya tanto tiempo!
¡Cómo han crecido desde entonces tus cabellos!
Sin embargo, llevas aún sus efímeras flores sobre el pecho
y tu frente se inclina bajo ese mismo cielo
tan deslumbrante y claro.
.
¿Por qué habrás de volver acompañado, como un dios a su mundo,
por algún paisaje que he querido?
¿Recuerdas todavía la nevada?
¡Qué sola estará hoy, detrás de las inútiles paredes,
tu morada de hierros y de flores!

Abandonada, su juventud que tiene la forma de tu cuerpo,
extrañará ahora tus silencios demasiado obstinados,
tu piel, tan desolada como un país al que sólo visitaran cenicientos pétalos
después de haber mirado pasar, ¡tanto tiempo!,
la paciencia inacabable de la hormiga entre sus solitarias ruinas.
.
Espera, espera, corazón mío:
no es el semblante frío de la temida nieve ni el del sueño reciente.
Otra vez, otra vez, corazón mío:
el roce inconfundible de la arena en la verja,
el grito de la abuela,
la misma soledad, la no mentida,
y este largo destino de mirarse las manos hasta envejecer.


Num. 5 de Desde lejos (1946)

Un pueblo en las cornisas

Es un pueblo disperso por áridas distancias,
por épocas que dejan una mortal sentencia entre las piedras,
aquel que se levanta, tan obstinadamente,
como si en esos gestos repetidos a lo largo de sueños y desvelos,
guardáramos, también, la esperanzada imagen de todos nuestros gestos,
su lejano destino.

Envueltos desde siempre en el canto nostálgico del tiempo
como en una mortaja que interminablemente los irá oscureciendo,
esos pálidos seres,
apenas sostenidos por angustioso afán de la memoria,
detienen con desiertas señales aquel día que antaño los condujo a esa gran soledad
o a esa larga velada en que de pronto se consumió la vida.

Solamente la lluvia y los transidos huéspedes del viento
-remolinos de briznas, pájaros agobiados por un ala invencible,
o errantes humaredas que abandonan una trémula aureola-
rodean, vanamente,
una triste cabeza cuyo cuerpo cubrieron las paredes,
unas manos hundidas en la inmóvil corriente de largas cabelleras,
un semblante asomado a algunas flores,
a una página hueca,
a otro rostro sumido en lo imposible.

Mientras pasan y tornan nuestras cambiantes sombras,
y nuestra misma imagen se pierde en los espejos bajo aquellos que fuimos,
cada vez más incierta,
como labrada en inasible bruma,
ellos,
testigos de ese coro de ahogadas resonancias, de confusos olores,
con el que cada casa penetra con su aliento a través de las otras,
custodian, impasibles, nuestra eterna esperanza,
con igual lejanía que la de un corazón demasiado colmado.

Porque son ese pueblo cuyo ademán paciente convocamos como a un resto de amor,
como a un secreto que se ampara en el polvo,
como a un recuerdo único que en la sangre perdura para cumplir la antigua, sagrada profecía:
“Tan sólo el verdadero de todos cuantos fuiste contemplará caer la sombra de los siglos”.


Num. 4 de Desde lejos (1946)

La abuela

Ella mira pasar desde su lejanía las vanas estaciones,
el ademán ligero con que idénticos días se despiden
dejando sólo el eco, el rumor de otros días apagados
bajo la gran marca de su corazón.

De todos los que amaron ciertas edades suyas, ciertos gestos,
las mismas poblaciones con olor a leyenda,
no quedan más que nombres a los que a veces vuelven como a un sueño
cuando ella interroga con sus manos el apacible polvo de las cosas
que antaño recobrara de un larguísimo olvido.
Sí. Ese siempre tan lejos como nunca,
esa memoria apenas alcanzada, en un último esfuerzo,
por la costumbre de la piel o por la enorme sabiduría de la sangre.

Ella recorre aún la sombra de su vida,
el afán de otro tiempo, la imposible desdicha soportada;
y regresa otra vez,
otra vez todavía, desde el fondo de las profundas ruinas,
a su tierna paciencia, al cuerpo insostenible, a su vejez,
igual que a un aposento donde sólo resuenan las pisadas de los antiguos huéspedes
que aguardan, en la noche, el último llamado de la tierra entreabierta.

Ella nos mira ya desde la verdadera realidad de su rostro.



Num. 3 de Desde lejos (1946)

Quienes rondan la niebla

Siempre estarán aquí, junto a la niebla,
amargamente intactos en su paciente polvo que la sombra ha invadido,
recorriendo impasibles esa región de pena que se vuelve al poniente,
allá, donde el pájaro de la piedad canta sin cesar sobre la indiferencia del que duerme,
donde el amor reposa su gastado ademán sobre las hierbas cenicientas,
y el olvido es apenas un destello invernal desde otro reino.

Son los seres que fui los que me aguardan,
los que llegan a mí como a la débil hiedra doliente y amarilla que sostiene el verano.
Triste será el sendero para la última hoja demorada,
triste y conocido como la tiniebla.

¡Oh dulce y callada soledad temible!
¡Qué dispersos y fieles hijos de nuestra imagen
nos están conduciendo hacia el amanecer de las colinas!

Están aquí reunidas, alrededor del viento,
la niña clara y cruel de la alegría, coronada de flores polvorientas;
la niña de los sueños, con su tierno cansancio de otro cielo recién abandonado;
la niña de la soledad, buscando entre la lluvia de las alamedas el secreto del tiempo y del relámpago;
la niña de la pena, pálida y silenciosa,
contemplando sus manos que la muerte de un árbol oscurece;
la niña del olvido que llama, llama sin reposo sobre su corazón adormecido,
junto a la niña eterna,
la piadosa y sombría niña de los recuerdos que contempla borrarse una vez más,
bajo los desolados médanos,
la casa abandonada, amada por el grillo y por la enredadera;
y más cerca, como el rumor del musgo en las mejillas de aquella incierta niña de leyenda,
la niña del espanto que escucha, como antaño junto al muro derruido,
las lentas voces de los desaparecidos;
y allí, bajo sus pies,
las fugitivas niñas de la sombra que los atardeceres reconocen,
las mágicas amigas del matorral y de la piedra temerosa.

Yo conozco esos gestos,
esas dóciles máscaras con que la luz recubre cada día sus amargos desiertos.
¡Tanta fatiga inútil entre un golpe de viento y un resplandor de arena pasajera!

No es cierto, sin embargo,
que en el sitio donde el sufriente corazón restituye sus lágrimas al destino terrestre,
palideciendo acaso,
nos espere un gran sueño, pesado, irremediable.

Esperadme, esperadme, inasibles criaturas del rocío,
porque despertaré
y hermoso será subir, bajo idéntico tiempo,
las altas graderías de la ciudad del sol y las tormentas,
y repetir aún, sin desamparo, las radiantes edades que la tierra enamora.


Num. 2 de Desde lejos (1946)

sábado, mayo 20, 2006

Lejos, desde mi colina

A veces sólo era un llamado de arena en las ventanas,
una hierba que de pronto temblaba en la pradera quieta,
un cuerpo transparente que cruzaba los muros con blandura
dejándome en los ojos un resplandor helado,
o el ruido de una piedra recorriendo la indecible tiniebla de la medianoche;
a veces, sólo el viento.

Reconocía en ellos distantes mensajeros
de un país abismado con el mundo bajo las altas sombras de mi frente.
Yo los había amado, quizás, bajo otro cielo,
pero la soledad,las ruinas y el silencio eran siempre los mismos.
Más tarde, en la creciente noche,
miraba desde arriba la cabeza inclinada de una mujer vestida de congoja
que marchaba a través de todas sus edades como por un jardín
antiguamente amado.
Al final del sendero, antes de comenzar la durmiente planicie,
un brillo memorable, apenas un color pálido y cruel, la despedía;
y más allá no conocía nada.

¿Quién eras tú, perdida entre el follaje como las anteriores primaveras,
como alguien que retorna desde el tiempo a repetir los llantos,
los deseos, los ademanes lentos con que antaño entreabría sus días?

Sólo tú, alma mía.

Asomada a mi vida lo mismo que a una música remota,
para siempre envolvente,
escuchabas, suspendida quién sabe de qué muro de tierno desamparo,
el rumor apagado de las hojas sobre la juventud adormecida,
y elegías lo triste, lo callado, lo que nace debajo del olvido.

¿En qué rincón de ti,
en qué desierto corredor resuenan los pasos clamorosos de una alegre estación,
el murmullo del agua sobre alguna pradera que prolongaba el cielo,
el canto esperanzado con que el amanecer corría a nuestro encuentro
y también las palabras, sin duda tan ajenas al sitio señalado,
en las que agonizaba lo imposible?

Tú no respondes nada, porque toda respuesta de ti ha sido dada.

Acaso hayas vivido solamente
aquello que al arder no deja más que polvo de tristeza inmortal,
lo que saluda en ti, a través del recuerdo,
una eterna morada que al recibirnos se despide.

Tú no preguntas nada, nunca, porque no hay nadie ya que te responda.

Pero allá, sobre las colinas,
tu hermana, la memoria, con una rama joven aún entre las manos,
relata una vez más la leyenda inconclusa de un brumoso país.



Num. 1 de Desde lejos (1946)

Su juventud y el primer libro, "Desde lejos" (1946)

El padre de Olga Orozco tenía 25 años cuando llegó a la Argentina, procedente de Capo d'Orlando (Italia), “como de paseo” (aunque al parecer hubo otros motivos ocultos: dejó un hijo sin reconocer en su país), instalandose en la Gobernación de la Pampa, donde hizo fortuna con la explotación de bosques y otros recursos agropecuarios (sus tierras llegaron a sumar 27.500 hectáreas). Carmelo Gugliotta, que ése era su nombre, fue concejal en Toay entre 1903 y 1913, donde vivía con su esposa Cecilia Orozco, una argentina de la Provincia de San Luis con la que tuvo varios hijos (los tres primeros fueron Emilio, Maria de las Nieves y Laura; la cuarta y última fue Olga Nilda, la pequeña Lia de relatos posteriores). La protagonista de nuestra historia nació en Toay (La Pampa), el 17 de marzo de 1920, en una casa en medio de la llanura, custodiada por tamariscos y donde pronto llegaría también la luz eléctrica. Así se lo contaba a Jacobo Sefamí:
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“Por el lado de mi madre, yo desciendo de vascos y de irlandeses. Por el lado de mi padre, de sicilianos que, se suponía, descendían de normandos. Esto da un conjunto bastante explosivo. Es importante, sobre todo por el lado de mi abuela materna, porque ella tenía una concepción bastante mágica, bastante animista del mundo, que sin duda venía de sus antepasados celtas”
.
Allí transcurrieron los primeros ocho años de la vida de Olga (que más adelante adoptaría el apellido literario de su madre), contra el telon de fondo de la presencia dominante de la abuela materna (“me contaba diariamente un cuento fantástico, con hadas, con duendes, con demonios; con terrores y con salvaciones; todas milagrosas, por supuesto”). Ocho años inolvidables y felices que marcaron toda su vida, ligados a la música (estuvo aprendiendo a tocar el violín) y a la casa y el jardín familiar, una extensa quinta al estilo criollo que ocupaba una manzana, el primer microcosmos mágico de nuestra escritora:

"Las casas en sí mismas son importantes en mis poemas. Tal vez porque me mudé varias veces. Hace un tiempo hice el cálculo de la cantidad de casas en las que he vivido y fueron veintitantas. Y en todas busqué mi primera casa".
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La única desgracia familiar, dejando aparte el monumental susto de Olga agonizando con un año de vida a causa de un principio de poliomielitis o una meningitis, fue la desgraciada muerte de su hermano Emilio (Alejandro, en los relatos) a causa de la tuberculosis, con apenas 20 años, en 1926. A él está dedicado el sentido poema, “Para Emilio, en su cielo”.
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En 1928 la familia se trasladó a Bahía Blanca, en la Provincia de Buenos Aires, donde viviría hasta los 16 años, momento en que la familia se traslada a la capital. Primeras lecturas de los rusos (Tolstoi, Dostoievski), de los místicos y los grandes poetas españoles del Siglo de Oro (Garcilaso, Quevedo, San Juan de la Cruz, Santa Teresa) y de los franceses (Rimbaud, Baudelaire, Nerval). La biblioteca de los padres en Bahia Blanca y en Toay era relativamente importante (con presencia de muchos clásicos italianos, como Dante y Leopardi). Y por supuesto, la Biblia (especialmente el Libro de Isaías y los Profetas) . Recuerda que desde los doce años ya escribía poemas (“el primero era algo que se refería a un jardín en otoño a una caída de pétalos, un tema vago, simplemente la escritura de una niña..., recuerdo un clima”); a los quince años, su madre le entregó varios de estos escritos adolescentes, pero Olga los quemó poco antes de marchar a Buenos Aires..., algo de lo que después se arrepentiría.
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En Buenos Aires, tras recibirse como maestra, Olga ingresa en la Facultad de Filosofía y Letras. Allí, al tiempo que se empieza a dedicar más seriamente en la poesía, traba amistad con Daniel Devoto, Alberto Girri y Eduardo Bosco (que se suicidó muy joven, en 1943; precisamente a él va dedicado el primer libro, Desde lejos y, en concreto, el poema “Cuando alguien se nos muere”). Su primer poema lo publica en Péñola, la revista del centro de estudiantes de la Facultad: sólo se conserva el título, “Arbol de niebla”. Mientras estudiaba también conoció a Julio Cortázar:
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“Lo conocí cuando éramos muy jóvenes -él era unos cuantos años mayor que yo-, por Daniel Devoto que era amigo mio, Estabamos en la facultad, y un día fuimos a tomar un té al “Richmond Avenida” y estaba Julio y se sentó con nosotros a conversar y así nos seguimos viendo muchas veces; después cada vez que iba a Paris lo veía, como también cada vez que él venía a Buenos Aires. Era un ser muy extraño, bastante tímido -contra todo lo que pueda pensarse -y muy tierno y muy dulce, muy buen amigo y buen consejero, era una persona llena de encanto realmente. Ahora, era muy extraño fisicamente Después con el tiempo cuando empezó a madurar casi mejoró; cuando era muy joven tenía unas piernas desmesuradamente largas en relación con el resto del cuerpo y cuando tenía 25 años parecía de 16, esa proporción la siguió teniendo casi hasta los 50..., parecía de 30.”
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Hacia 1938 empezó a trabajar como periodista (¡más adelante hará incluso los consultorios sentimentales y astrológicos!), al tiempo que colaboraba en algunas de las revistas más emblemáticas de la época, “Canto” y “Verde memoria”. Dirigió también otras publicaciones literarias y se puede decir que perteneció, junto a Oliverio Girondo y Norah Lange, a la generación surrealista denominada Tercera Vanguardia, una suerte de “especialización” neo-romántica de la llamada Generación del Cuarenta, dominada por la influencia de San Juan de la Cruz, Rimbaud, Nerval, Baudelaire, Milosz y Rilke.
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“Desde los quince años asistí a esas reuniones literarias en Buenos Aires. Nos reuníamos para tramar una revista y, sobre todo, para acostar la noche. Nos disolvíamos al alba y permanentemente hablábamos de poesía y poética de manera muy sabia y especialmente muy errada, poniéndole el San Benito a grandes escritores, como a Lugones, cosa de la que nos fuimos arrepintiendo poco a poco. Hicimos una revista que nos había aglutinado, se llamaba “Canto” y el nombre se quedó como una forma de llamarnos: la Generación de Canto. Eramos muy dispares. Unos procedían de la literatura francesa, otros de la inglesa, otros de la alemana y otros incluso del ultraísmo. Nuestras edades eran muy distintas y yo era la menor. Vicente Barbieri, por ejemplo, tenía cuarenta años, Castañeira de Dios tenía diecinueve y había otros poetas que después fueron muy reconocidos, como Enrique Molina”
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De la importancia de Girondo durante esos primeros años de su carrera poética nos cuenta la propia Olga lo siguiente:
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“Instituyó el Premio “Martin Fierro”, y todo el grupo Martin Fierro fue importantísimo para la gente jóven: el primero que lo sacó fue Wilcock, el segundo Enrique Molina, la tercera María Granata..., y cuando lo conocí a Girondo, yo estaba de novia con Miguel Angel, que era amigo de él; nos encontramos a comer con otro grupo y Oliverio comía polenta con pajaritos. Yo era muy emotiva y Oliverio tenía unos modales muy mezclados: de gran caballero hidalgo y un poco de algo de troglodita. Entonces yo oía el ruido de los pajaritos que masticaba, y eso me impresionó tanto que se me empezaron a caer las lágrimas. Entonces él tiró el plato y dijo : "No se puede comer cuando una ninfa llora". Sacó un papel y me dijo: "Escribile algo a Norah que no pudo venir esta noche, escribile algo porque se van a hacer muy amigas...". Le escribí una carta a Norah, que me llamó al día siguiente y me invitó a tomar una copa con ellos a su casa..., y bueno desde allí nos hicimos amigos para siempre, con Norah”.
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Con aquel Miguel Angel Gómez se casó Olga muy joven, cuando tenía 19 años, pero el matrimonio duró solamente cinco años, hasta 1944. Ese es el año en que conoce a Alejandra Pizarnik, a la que le uniría una amistad que duró hasta el suicidio de ésta:
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“Alejandra era mucho menor que yo..., la conocí cuando tendría 34 años y ella 18, en un bar que se llamaba "La Fantasma". Ella se acercó para preguntarme si yo era yo, y darme unos poemas que tenía y que correspondían al primer libro que publicó después, un libro que ella misma hizo desaparecer. Lo retiró de todas las personas a quien se lo había dado, no estaba de acuerdo con ese libro. Era un ser muy especial Alejandra, si estaba en una reunión trataba de ser un poco el centro, de ser brillante, conversadora, alegre, pero cuando se quedaba con las personas que tenía mucha confianza se desmoronaba. Era muy angustiada, era agónica casi por naturaleza. Sumamente angustiada. A mi me pedía certificados, cuando se sentía muy mal me llamaba por teléfono a cualquier hora. Entonces yo le daba certificados que decían por ejemplo "Yo, Gran Sibila del Reino, certifico que a Alejandra Pizarnik no se le cruzará ninguna mala sombra, ningún pájaro negro se posará sobre su hombro, a su paso se abrirán todos los caminos luminosos...". Eso le duraba unos días, después me decía: "Bueno ya se me gastó, por favor, hazme otros."
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Olga Orozco publica, con 36 años, su primer libro de poemas: Desde lejos (Buenos Aires, Editorial Losada; 1946), que había empezado a escribir en 1941. Nunca fue una autora prolífica (apenas 200 poemas componen toda su producción), pero esta obra inicial se escribió muy lentamente, “con muchas exigencias personales”, como confesó a Myriam Moscona. Es un libro que contiene a los demás y donde se esbozan la mayoría de los asuntos que entonces (y durante toda su vida) le inquietarían; está aquí expuesta ya su actitud poética básica, que "transforma y trastueca los elementos tangibles de la realidad para generar una metamorfosis que produce mundos y signos en el ámbito de lo posible" (E. Torres de Peralta).
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“Fue el tiempo en que empezaron a llegar los refugiados españoles, Alberti, por ejemplo, con su mujer María Teresa. Había aparecido “Canto”, revistita de ocho páginas, y se había organizado un coctel para celebrar su segundo número. Alberti se fue a un costado y después de leerla dijo: “Los mejores poetas son estos dos'”, y nos señaló a Enrique Molina y a mí; entonces don Gonzalo Losada, allí presente, me miró y me dijo: “Tu primer libro lo publico yo'”. Cuando estuvo listo se lo llevé. Losada era un verdadero amante de la poesía, se interesaba muy poco en que la editorial fuera un comercio. Cada libro de poesía que a él le interesaba se convertía en una flor para su ojal. Después publicó mi segundo, tercer y cuarto libros. De modo que tuve la fortuna de no hacer antesalas para publicar, cosa que lamentablemente es un hecho bastante extraordinario.”
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Desde lejos es un libro de poemas que intenta superar el surrealismo abrazándolo más fuerte, que en ningún momento pierde de vista los temas y territorios explorados por su autora –real o imaginariamente- durante la infancia: oscuridad, ausencias, abismos, memoria, soledad.... Olga siempre parece estar hablandole directamente a Dios, como en sueños, mezclada con las hadas, frente a una naturaleza tan problemática como inquietante y misteriosa. Aunque no se alude directamente a ello en los poemas, no hay que olvidar tampoco el "momento" político nacional y mundial de la publicación, con la II Guerra Mundial echando las boqueadas, en pleno auge del peronismo. De este primer libro dice Manuel Ruano muy certeramente :
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“Definitivamente no es el libro de la infancia. Tampoco del despertar. Más bien, pienso, es el libro de un peregrinaje interior . A los 14 años en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, Olga fue una enigmática discípula en ocultismo de una sombrerera italiana llamada Teresa, quien le enseñó todo lo que pudo acerca de sus misteriosas artes, depositando en ella su fe y conocimientos, entre otras cosas, del tarot. Así que desde muy niña, aprendió el lenguaje misterioso de los arcanos mayores y menores y las relaciones, por ejemplo, que hay entre una reina, un paje y un bufón, en una disposición de cartas. Ella era capaz de “leer”, literalmente hablando, una casa, un jardín o los registros de la memoria de sus difuntos. Eso es parte de una realidad que tiene que ver con los recuerdos de su infancia. También supo del lenguaje de los vientos, las arenas, los cardos, las hojas secas y los médanos que cambiaban de lugar con aquellos vientos de su niñez. Es muy posible que esas huellas de su memoria, ejercieran una nítida acuarela de fantasmas y de recuerdos en sus primeros poemas. Cuando escribe este libro tiene 26 años y ya es dueña de un lenguaje poético milagroso para la lírica argentina. En una palabra, toda la poesía de Olga mantiene un eje a través de los tiempos, donde articula los instantes que va fijando de aquel pasado y aquellas sensaciones, que ella misma fue descubriendo entre la poesía y la magia. De tantas charlas que mantuve con ella, recuerdo aquello de “construyo mis poemas para habitarlos, para vivir en ellos”. (...)
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La unidad de reinos creativos en su poesía inicial es total : los planos de lo vegetal, lo animal y lo mineral se entremezclan en una suerte de panteísmo gnóstico de hondas resonancias míticas, casi agónicas (tierra, humo, ríos, sueños, gestos...). Estos poemas iniciales, como casi toda su producción posterior, nos hablan de una poesia rebelde, mutilada..., en suma, de un drama humano originalísimo y a la vez coherente, perfecto (ya maduro, también podría decirse). Dentro de su generación, la de los Cuarenta, Olga Orozco es única e inconfundible ya desde el primer momento, no se deja encasillar de forma clara en las diferentes sensibilidades estéticas del momento, se escapa. Era algo tan evidente que ya lo vieron incluso sus propios compañeros y lo dice magistralmente Manuel Ruano, que conoce bien su obra:
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“La suya es, no podría dejar de ser, “una escritura de la ensoñación”, como se desprende de su lenguaje poético —más que surrealista, surrealizante y hasta neo-fantástico en todas sus manifestaciones. No se la puede clasificar en el surrealismo ortodoxo, a la manera de Aldo Pellegrini, Porchia o Enrique Molina, para poner unos casos. Se cuidaba bien de tal distinción. “Con el surrealismo lo único que tenía en común, era una actitud hacia la vida y, a lo mejor, una cercanía de algunas imágenes oníricas: Nunca he hecho asociación libre ni escritura automática. Si lo hiciera, es posible que desembocara no en el poema sino en la plegaria”, dijo Olga en una ocasión”.
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El libro consta de un total de 22 poemas de extensión variada (77 versos el más largo, 20 el más corto), cuyos títulos son los siguientes: “Lejos, desde mi colina” (1), “Quienes rondan la niebla” (2), “La abuela” (3), “Un pueblo en las cornisas” (4), “Para Emilio en su cielo” (5), “Esos pequeños seres” (6), “Las puertas” (7), “Un rostro en el otoño” (8), “Después de los días” (9), “Flores para una estatua” (10), “Donde corre la arena dentro del corazón” (11), “1889 -Una casa que fue-” (12), “Detrás del sueño” (13), “Mientras muere la dicha” (14), “El retrato de la ausente” (15), “Entonces, cuando el amor” (16), “A solas con la tierra” (17), “La casa” (18), “Cabalgata del tiempo” (19), “Cuando alguien se nos muere” (20), “La desconocida” (21) y “Cortejo hacia una sombra” (22).
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En todos ellos detectamos (a veces ya en el título) esa fijación orgánica de Olga Orozco por el viaje interior y la invención de un mundo lírico que explora su infancia, lejana y a la vez presente: el paisaje de arenas y soledades, los muertos familiares, los primeros asombros vitales, la costumbre y la casa querida, tantos miedos, presagios y adivinaciones. La metáfora simbólica de la muerte (representada en las puertas, por ejemplo) es, quizás, el rasgo distintivo más sobresaliente de este su primer libro, que encontrará su continuación (aunque en un plano estético sensiblemente distinto) en el que sigue, Las muertes. En declaraciones a Jacobo Sefamí, que le preguntaba por su carácter unitario, dice Olga:
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“Es un libro que se va enriqueciendo en cuanto al lenguaje, en cuento a una mayor profundización en un tema o en otro. Pero siempre apunto a un mismo centro. Evidentemente, un centro en el que no acertaré jamás. Cada poema es una frustración; vale en el momento del acto creador, pero el resultado en sí es como una sombra, un mapa opaco de un territorio de fuego que atravesé. Pero sí, creo que los temas están insinuados desde el comienzo. Creo que en ese primer libro se habla de un éxodo. Eso que tiene un sentido anecdótico, de paso, toma sin embargo un sentido simbólico: el desfile de las pérdidas que vendrán después, lo que se va acumulando en otra parte”.
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No hace falta decir que, actualmente, esta primera obra ha desaparecido de las librerías (aunque pueden hallarse algunos de sus poemas en recopilaciones posteriores de la autora). Para quien esto escribe, por tanto, es una obligación y un placer ponerlos a disposición de todos Vds. : a continuación, y para gozo general de sus admiradores, pueden leerse los 22 poemas iniciales de Olga Orozco, por gentileza de la casa. Que les aproveche.
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