domingo, mayo 28, 2006

...Lievens

La niña se creía la única niña en el mundo, acaso. ¿Sabía siquiera que era niña?
J. Supervielle, “La niña de alta mar”


Esa criatura ha muerto,
Charles Lievens.
¿Para qué detener su marcha en la obediencia de un idéntico día?
¿Por qué guardar su imagen como el ángel helado que habita una burbuja en el cristal del tiempo?
Nadie puede llegar a compartir su rostro.
Nadie puede llamarla del lado de la luz o el de las sombras.
No cantará en la rueda de la ronda celeste que gira con el humo en el azul atardecer,
ni habrá nunca una casa con olor a costumbres,
ni padre que atraviese sobre el mapa, después de cada viaje, la mariposa incierta del destino,
ni madre en cuyas lágrimas todos estén unidos por un mismo relámpago.
Porque sólo es el eco de tu ciega nostalgia memoriosa,
la flotante sonámbulo que palpa las paredes en un perdido corredor del mar.
¿De qué vale que en nadie pueda morir ahora, si tampoco podemos morir entre su sangre?
Ya no la pienses más.
Somos tantos en otros, que acaso es necesario desenterrar del fondo de cada corazón el semblante distinto,
la bujía enterrada con que abrimos las últimas tinieblas,
para saber que estamos completamente muertos.
No la detengas más.
Déjale recobrar entre la muerte sus antiguas edades,
el olvidado nombre, la historia de los seres que son huecos desiertos en los vanos retratos,
la esperanza de ser algo más que la sombra de la sombra de un Dios que nos está soñando a todos,

[Charles Lievens.



Num. 10 de Las muertes (1952)

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