domingo, mayo 21, 2006

Un pueblo en las cornisas

Es un pueblo disperso por áridas distancias,
por épocas que dejan una mortal sentencia entre las piedras,
aquel que se levanta, tan obstinadamente,
como si en esos gestos repetidos a lo largo de sueños y desvelos,
guardáramos, también, la esperanzada imagen de todos nuestros gestos,
su lejano destino.

Envueltos desde siempre en el canto nostálgico del tiempo
como en una mortaja que interminablemente los irá oscureciendo,
esos pálidos seres,
apenas sostenidos por angustioso afán de la memoria,
detienen con desiertas señales aquel día que antaño los condujo a esa gran soledad
o a esa larga velada en que de pronto se consumió la vida.

Solamente la lluvia y los transidos huéspedes del viento
-remolinos de briznas, pájaros agobiados por un ala invencible,
o errantes humaredas que abandonan una trémula aureola-
rodean, vanamente,
una triste cabeza cuyo cuerpo cubrieron las paredes,
unas manos hundidas en la inmóvil corriente de largas cabelleras,
un semblante asomado a algunas flores,
a una página hueca,
a otro rostro sumido en lo imposible.

Mientras pasan y tornan nuestras cambiantes sombras,
y nuestra misma imagen se pierde en los espejos bajo aquellos que fuimos,
cada vez más incierta,
como labrada en inasible bruma,
ellos,
testigos de ese coro de ahogadas resonancias, de confusos olores,
con el que cada casa penetra con su aliento a través de las otras,
custodian, impasibles, nuestra eterna esperanza,
con igual lejanía que la de un corazón demasiado colmado.

Porque son ese pueblo cuyo ademán paciente convocamos como a un resto de amor,
como a un secreto que se ampara en el polvo,
como a un recuerdo único que en la sangre perdura para cumplir la antigua, sagrada profecía:
“Tan sólo el verdadero de todos cuantos fuiste contemplará caer la sombra de los siglos”.


Num. 4 de Desde lejos (1946)

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