martes, mayo 30, 2006

Andelsprutz

¿Por qué está muerta la ciudad de Andelstprutz y cuándo se quedó sin alma?
Lord Dunsant, “Cuentos de un soñador”

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Mi nombre era Andelsprutz,
infortunada hija de Akla muerta en el cautiverio.
Treinta guirnaldas fueron en mi frente la promesa y el llanto de mi madre.
Treinta guirnaldas fueron los treinta aniversarios en que el conquistador velaba iluminado

[por la luz de su espada.

Pero ninguna flor fue paz ni fue venganza.
Tan sólo mi locura
-ese árbol ardiendo entre la selva helada-
proclamó la caída de la última noche.
Y yo salí de mí siendo yo y siendo ajena lo mismo que las sombras.
Yo descendí mis gradas y marché hacia los montes con mi vestido gris de niña ciega

[que busca otra morada,

y los cabellos como un haz de llamas,
y el ángel del consuelo golpeándome la espalda con sus manos de polvo alucinado.
¿Dónde estaba la llave? ¿Dónde la puerta que abre el nuevo nacimiento?
Vinieron mis hermanas,
aquéllas que hace siglos tienen un mismo rostro en la memoria,
en la pequeña eternidad que el hombre crea para sus propias muertes,
y alumbraron mi paso en la penumbra.
Nadie regresará por esas huellas porque Andelsprutz no es más la conquistada.
Viajeros, contempladme:
mis lámparas no encienden una reunión de gentes que entretejen esperanza y paciencia,
ni mis muros se estrían con las lágrimas de los que desesperan,
ni mi color es dulce y resignado como el de un viejo clima.
Mis frutos son apenas desabridos.
Conquistadores:
descansad tranquilos.
¿Qué puede profanar un sueño sin orgullo?
No guardáis más que piedras sobre piedras en honor de mi muerte.
Emisarios:
no traigáis más guirnaldas.
Y decid a mi madre que soy la bien venida
aquí, donde comienzo a ser la huérfana y ella un poco la ausente que ya no espero en vano.
(Del único testigo
del que escuchó el aullido de las bestias y las campanas de las catedrales clamando

[con mi voz en el desierto,

de aquel que vió perderse mi alma fugitiva en las moradas de la lejanía,
alguien dirá que caminaba envuelto en sus propias tinieblas.
Pero decid, ¿quién puede sobrellevar a solas, sin quebranto, la imagen del prodigio?
Y más aún, decidme si un corazón amante y solitario,
si un árido sagrario donde ardemos irrevocablemente perdidos y llorados,
no puede ser tal vez nuestro sitio en el cielo.)


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Num. 12 de Las muertes (1952)

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