viernes, octubre 23, 2009

Hieronymus Bosch en desusada compañía

¿En qué pactos anduvo?
¿Qué ungüentos o qué pócimas usaron para hacerlo asistir a semejantes ceremonias?
¿Y cuál fue su función entre tantos oficios delicados como propalan los muestrarios?
No la quieta intrusión, el espionaje impune del imaginero.
Porque inmóvil será tal vez la beatitud,
un ángel domesticado por la contemplación de inalcanzables lejanías,
una burbuja azul suspendida en el centro de una esfera donde flotan las almas;
pero el pecado es tormentoso y arrebata en su remolino a quien lo roza.
Sopla y cambia de piel con la velocidad del fuego que devora los mejores propósitos
y no consigue nunca disimular con bellos atavíos el rabo y la pezuña.
Es igual que un color que aúlla entre las flores.
¿Y son ésas las tintas que utilizó Hieronymus?
¿Qué pecados mezcló para alcanzar la negrura de la pesadilla?
De caída en caída sin duda rompió el vidrio, se deslizó en el cuadro
y encontró un buen lugar en la farándula embrujada en medio del paisaje.
A simple vista se diría un taller en el que cada uno está absorto en su juego,
o una feria estival donde compiten ilusionismos y acrobacias,
o acaso un libro de horas en el que se mezclaron al azar las imágenes.
Pero hay algo que chilla como un cerdo al que degüellan en el alba,
algo que huele al filo del cuchillo, al tufo del demonio.
Y he ahí que ahora viene trotando sobre los lodazales con manos y con pies.
Viene con hielo y fuego y todo el sol en contra.
Te orina en la cabeza y tu deseo se convierte en sapo, en lagartija, en perro.
Te poseen engendros extraídos de escandalosas bodas y aberraciones de la especie,
de acoplamientos entre un par de bestias y un utensilio al paso.
Fusiones de ortopedia, vínculos que se anudan por el desencuentro y la tortura,
alimañas que saltan con la presión del vicio embotellado,
espantajos obscenos, prelados crapulosos, fortalezas incombustibles y vampiras,
recreos de verdugos, hopalandas encubridoras y festines de asilo,
orejas inquietantes como esfinges, moradas como fauces, delirios como embudos,
aluviones de cuerpos siempre ilesos para los irisados placeres de la soldadesca.
Otro golpe de llama, otro azote de truenos,
otra capa de sangre sobre el escabroso lema: "castigar deleitándose",
y que siga la orquesta.
¡Ah la contrahecha tentación y su profuso instrumental de amanuense del diablo!
Tienes toda "la triste variedad del infierno" por delante,
y tal como el reverso de la culpa así será la inagotable forma de la pena.
¿Y qué hace ahí Hieronymus, en medio de semejantes hervideros,
con esa cornamusa del color de la fiebre y esa gente girando sobre su cabeza?
¿Es el huésped de honor o el sospechoso anfitrión de la fiesta?
Acaso sea un réprobo cualquiera y pague con oprobios los abusos del yo
invirtiendo la suerte,
transformado a su vez en el hueco trofeo de un sentido,
en el atributo de la supresión, en la esponja que absorbe los excesos ajenos.
Aunque tal vez su alianza sea con las alturas, contra toda esperanza.

Tal vez no rece con el amor ni con la fe, sino con la visión de la condena.


Num. 19 de La noche a la deriva (1984)

miércoles, septiembre 02, 2009

Tan solo por estar

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Inmenso el día zumba contra mis orejas;
atruena como un dios atrapado de pronto por un ala en la jaula del mundo.
Dorado su desvarío hasta raspar, vertiginoso hasta romper los bordes.
¿Y ahora qué reclama con esta furia de abejorro descomunal que arrastra el cielo?
¿Es sólo contra mí tanto escándalo en alto, tanto esplendor en guerra?
¿Qué mas debo acatar aparte del pedregal en la cabeza, la soga en los tobillos y el agujero a través de cada mano?
Acaso me reproche mi ración en el reparto de las permanencias,
acaso esté juzgando solamente mi costado visible,
ese que se abre paso entre bloques de oscuridad y avanza sin sber
lo mismo que la proa encandilada de un navío fantasma.
También tú, día cruel, tan fatuo como yo, como la máscara de lo nunca visto,
eres el turbio vaho, apenas la emanación de un yacimiento sumergido,
el sol inacabado que al asomarse oculta los otros soles de la lejanía.
hemos llegado aquí sin memoria que corra hacia después,
sin contraseña alguna que nos justifique haste el final del juego.
Tu color es igual al de cualquier anónima y oscura traficante de tiempos.
Pero no hablemos por eso de no estar, ni tampoco siquiera de ser otros,
fatales, nacesarios, previstos en las mareas de la historia y el vuelo de las aves,
porque tal vez seamos también ineludibles,
ambos incluídos en la turbulencia de la primera ola, en el hervor del verbo,
ambos golpeando juntos sobre la misma playa en los vaivenes del retorno,
hasta el último día, hasta el último náufrago.
Porque tal vez quién, cuándo y dónde sean las variaciones de una sola sustancia,
estados en suspensión hasta el fin del recuento.
No me apartes entonces con esta sacudida de trapo huracanado contra el rostro.
No me arrojes de ti lo mismo que si fuera una lapa insidiosa,
tu adherencia superflua, un fanático error de cada hora incrustado en la roca.
No lograrás excluirme aunque me lleves en vilo entre el pulgar y el índice,
aunque me balancees y me dejes caer sobre mi mismo.
A oscuras, contra la loza, desasida.
.
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Num. 18 de La noche a la deriva (1984)

martes, agosto 18, 2009

Para un balance

Puse a prueba mil veces mi cabeza
forzándola hasta el cuello en las junturas donde se acaba el universo
o echándola a rodar hasta el vértigo azul por el interminable baldío de los cielos.
Impensables los límites; impensable también la ilimitada inmensidad.
Mi cabeza era entonces un naufragio dentro de la burbuja de la fiebre,
un trofeo de Dios sobre la empalizada del destierro,
un hirviente Arcimboldo en la pica erigida entre mis propios huesos;
y sin embargo urdía pasadizos secretos hacia las torres de la salvación.
La volví del revés, la puse a evaporar al sol de la inclemencia,
hasta que se fundió en la menuda sal de la memoria que es apenas la borra del olvido.
Pero cada región en blanco era un oleaje más hacia las tierras prometidas.
La arranqué de la luz sólo para sumirla en extravío en las trampas del tiempo,
sólo para probarle las formas de la noche y el pensamiento de la disolución
como un ácido ambiguo que preservara intacta la agonía.
Ha triunfado otra vez contra hierros y piedras, derrumbes y vacíos.
¿Y acaso no he probado,
bajo ruedas y ruedas de visiones en llamas que avasallan sin tregua mi lugar,
que aun con el infierno se acrecen los dominios de esta exigua cabeza?
Jugué mi corazón a la tormenta,
a un remolino de alas insaciables que llegaban más lejos que todas las fronteras.
Contra la dicha de ojos estancados donde se ahoga el sueño,
contra desmayos y capitulaciones, lo jugué hasta el final de la intemperie
a continuo esplendor, a continuo puñal, a pura pérdida.
Lo estrujaron entre dos trapos negros, entre cristales rotos,
igual que a una reliquia cuyo culto exaltara sólo la transgresión y el sacrilegio;
lo desgarró el arcángel de cada paraíso prometido, con su corte de perros;
la noche del verdugo lo clavó lado a lado en el cadalso de los desencuentros;
lo escarbaron después con agujas de hielo, con cucharas hambrientas,
y hallaron en el fondo un pequeño amuleto:
una gota de azogue que libra a quien se mira de la expiación y de la muerte.
He convertido así rostros oscuros en estrellas fijas,
depósitos de polvo en sitios encandilados como joyas en medio del desierto.
Pueden testimoniar aquellos a los que amé y me amaron hacia el fin del mundo
-un mundo que no termina ni aun bajo los tajos de los adioses a mansalva-.
¿Y dónde estará entonces la derrota de un corazón en ascuas,
alerta para el amor de cada día, indemne como el Fénix de la desmesura?
Aposté mi destino en cada encrucijada del azar al misterio mayor,
a esa carta secreta que rozaba los pies de las altas aventuras en el portal de la leyenda.
Para llegar allí había que pasar por el fondo del alma;
había que internarse por pantanos en los que chapotean la muerte y la locura,
por espejismos ávidos como catacumbas y túneles abiertos a la cerrazón;
había que trasponer fisuras como heridas que a veces comunican con la eternidad.
No preservé mi casa ni mis ropas ni mi piel ni mis ojos.
Los expuse a la sanción feroz de los guardianes en los lindes del mundo,
a cambio de aquel paso más allá en los abismos del amor,
de un eco de palabras sólo reconocibles en el abecedario de los sueños
de una inmersión a medias en las aguas heladas que roen el umbral de la otra orilla.
Si ahora miro hacia atrás,
veo que mis pisadas no dejaron huellas fosforescentes en la arena.
Mi recorrido es una ráfaga gris en los desvanes de la niebla,
apenas un reguero de sal bajo la lluvia, un vuelo entre bandadas extranjeras.
Pero aún estoy aquí, sosteniendo mi apuesta,
siempre a todo o a nada, siempre como si fuera el penúltimo día de los siglos.
Tal vez haya ganado por la medida de la luz que te alumbra,
por la fuerza voraz con que me absorbe a veces un reino nunca visto y ya vivido,
por la señal de gracia incomparable que transforma en milagro cada posible pérdida.


Num. 17 de La noche a la deriva (1984)

viernes, junio 26, 2009

Al pie de la letra

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El tribunal es alto, final y sin fronteras.
Sensible a las variaciones del azar como la nube o como el fuego,
registra cada trazo que se inscribe sobre los territorios insomnes del destino.
De un margen de la noche a otro confín, del permiso a la culpa,
dibujo con mi propia trayectoria la escritura fatal, el ciego testimonio.
Retrocesos y avances, inmersiones y vuelos, suspensos y caídas
componen ese texto cuya ilación se anuda y desanuda con las vacilaciones,
se disimula con la cautela del desvío y del pie sobre el vidrio,
se interrumpe y se pierde con cada sobresalto en sueños del cochero.
¿Y cuál sera el sentido total, el que se escurre como la bestia de la trampa
y se oculta a morir entre oscuras malezas dejándome la piel
o huye sin detenerse por los blancos de las encrucijadas, laberinto hacia adentro?
Delación o alegato, no alcanzo a interpretar las intenciones del esquivo mensaje.
Difícil la lectura desde aquí, donde violo la ley y soy el instrumento,
donde aciertos y errores se propagan como una ondulación,
un vicio del lenguaje o las disciplinadas maniobras de una peste,
y cambian el color de todo mi prontuario en adelante y hacia atrás.
Pero hay alguien a quien no logra despistar la ignorancia,
alguien que lee aun bajo las tachaduras y los desmembramientos de mi caligrafía
mientras se filtra el sol o centellea el mar entre dos líneas.
Impresa está con sangre mi confesión; sellada con ceniza.
.
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Num. 16 de La noche a la deriva (1984)

sábado, junio 06, 2009

Por mucho que nos duela

a Josefina Susana Fragueiro
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¿Y ahora dónde estás,
expulsada de todos los paraísos de este mundo,
sin haber encontrado tu lugar ni en el bosque de la cigarra ni en la torre de la hormiga,
y ni siquiera en un páramo de soledad que se amoldara como un hecho resignado a tu cuerpo,
como una almohada de renunciamiento a tu cabeza?
Ya habrás cruzado lúcida, con tus ojos de lámpara votiva,
ese punto de fuga del que hablabas,
donde empieza a invertirse la distancia y a ensancharse la tierra de la promisión.
Ahora, cuando podrías enseñarme todos los subterfugios del camino,
simularás sin duda no saberlos para exaltar las orgullosas tentativas de mis pies
y erigirme un sitial de reina en mis errores,
igual que de este lado.
¡Hemos andado juntas tantos años palpando las costuras que nos unieron a este trama!
Tú cortaste los nudos y soltaste de un golpe todas las puntadas,
con ese mismo exceso con que repartías tu pan y te precipitabas en el abismo y en la hoguera
-sí, el desmedido amor, la pasión desmedida,
la desmedida inercia frente al rito vampiro de la fatalidad-.
Te arrancaste tu bolsa de intemperies, tu ropaje de huesos,
el puñado de grises piedrecitas adheridas al último pliegue del destino,
la mordaza de arena,
y huíste por las vertiginosas galerías sin otro sol que tu alma
ni más abrigo que dos o tres nombres apretujados contra tu desnudez
igual que relicarios.
¿Y no podremos ya entreabrir otra vez los bordes de las sombras
como los de una brecha por donde vida y muerte intercambian piadosas sus rehenes
en forma de fantasmas?
¿Alguna vez podríamos tomarnos de la mano,
cuando estemos muy solas,
cuando el pavor recubra con pelambre de tigre todas las ventanas?
Mi mano, al encuentro de la tuya, no recibe respuesta,
como si resbalara por la desnuda y ciega superficie de un espejo que borra.
Mis ojos sólo registran el ardor de una inmersión sin fin en el vacío inexorable.
Mis palabras son como vidrios transparentes trizados contra el muro.
¿Puede ser que no vengas, tú, que siempre acudías antes de ser llamada,
tú, que te adelantabas como un atajo a la necesidad
y que volabas como un pájaro blanco atraído por el sahumerio de un deseo?
¿Puede ser, mensajera de los desayunos, vigía en la epidemia y la tormenta?
Quizás te hayas confundido otra vez el lugar y las horas
y antes como viajera perdida nuevamente entre dunas errantes y encrucijadas circulares,
con ese aire confuso de los que no se sienten esperados,
de los que van hacia ninguna parte.
Acaso te detengas en esos sitios como catedrales en los que resonó tu voz de Piaf,
ese grito subiendo en borbotones desde el amor herido hasta la desagarrada garganta el perdón:
o en esas habitaciones miserables que aspiraban tu vida en un negro bostezo
y te arrojaban al azar y al desorden como a dos ventisqueros;
o junto a esas mesas en las que bebías tu alcohol a grandes llamaradas,
no para ver el mundo a través de una fiesta, sino para quemarle la pial al infortunio;
o en ese altillo donde me dejaste un árbol de alucinada Navidad
como un angel posado para siempre sobre cualquier rincón inhóspito del año;
o allá mucho más lejos, en casas que hoy son nubes,
donde podías extraer la dicha de un perfume, una cabeza de una piedra,
cuando aún no tenías esa doble visión de los que perfeccionan el fracaso como un huecograbado,
cuando aún no asfixiabas con rejas los retratos,
cuando te arrebujabas en el porvenir bajo el manto de Donatello y Miguel Ángel,
y aún era temprano.
¿Y estarás ajustando más las cuentas,
borroneando tu torturada biografía con tachaduras que son un signo menos?
¿O te retienen por un ala desde arriba,
mientras pugnas por desasirte con esos tormentosos aleteos,
con esa fuerza de bestezuela exasperada con que te resistías a las jaulas de cualquier ordenanza,
acumulando sólo lastimaduras y castigos, con extraña paciencia?
¿O aún no has logrado entrar y no puedes adelantarte a la salida?
No puedo suponer que estás sentada en tu silla de Van Gogh haciendo otra durísima antesala,
repasando los agujeros de tu historia en busca de las llaves,
como si no estuvieran estampadas con fuego en tus dos manos,
como si fueran necesarias;
o que esperas entre celestes agapantos soñando que te despiertas en el alba harapienta,
de cara a la pared,
donde había una puerta que acaban de tapiar y una cortina que se desvanece,
y giras la cabeza y no aciertas a distinguir tus pobres pertenencias,
la exigua certidumbre que te amparaba cada día.
No puedo soportar que veles suspendida de un reflejo, acorralada en lo imposible.
Soy yo quien anda a tientas sin hallar la consigna,
o quien fragua visiones con el humo que exhalan sus propias pesadillas.
¡Tanto velo ilusorio para cubrir los huecos de tu ausencia!
No, no te esfuerces más por hacerte visible probándote los vendajes de la niebla,
no trates de secarme cada lágrima con un soplo de invierno,
no intentes susurrar con el chisporroteo de los leños las viejas melodías.
Tú y yo no precisamos más evidencia que la sed
para saber que en algún lado gorgotean las aguas subterráneas.
¡Hemos andado juntas tantos años bajo estas pavorosas ruedas fulgurantes esperando un milagro!
Ahora donde quiera que estés está el milagro:
ésa es “la tierra de ninguna parte, tu verdadera patria”.
Allá está la flor de oro, la corona de luz,
el corazón secreto de la joya que late con tu corazón y alumbra las tinieblas.
No mires hacia atrás.
Asciende, asciende hasta perdernos de vista como a las migraciones de este último otoño,
como a los huesos que se disgregan en la playa.
Y olvídanos junto a la loza rota, los calendarios muertos, los zapatos;
olvídanos tiernamente, con esa fervorosa obstinacion que tú sabes,
pero olvídanos, por mucho que te cueste,
por mucho que nos duela todavía.


Num. 15 de La noche a la deriva (1984)

sábado, mayo 16, 2009

Detrás de aquella puerta

En algún lugar del gran muro inconcluso está la puerta,
aquella que no abriste
y que arroja su sombra de guardiana implacable en el revés de todo tu destino.
Es tan sólo una puerta clausurada en nombre del azar,
pero tiene el color de la inclemencia
y semeja una lápida donde se inscribe a cada paso lo imposible.
Acaso ahora cruja con una melodía incomparable contra el oído de tu ayer,
acaso resplandezca como un ídolo de oro bruñido por las cenizas del adiós,
acaso cada noche esté a punto de abrirse en la pared final del mismo sueño
y midas su poder contra tus ligaduras como un desdichado Ulises.
Es tan sólo un engaño,
una fabulación del viento entre los intersticios de una historia baldía
refracciones falaces que surgen del olvido cuando lo roza la nostalgia.
Esa puerta no se abre hacia ningún retorno;
no guarda ningún molde intacto bajo el pálido rayo de la ausencia.
No regreses entonces como quien al final de un viaje erróneo
-cada etapa un espejo equivocado que te sustrajo el mundo-
descubriera el lugar donde perdió la llave y trocó por un nombre confuso la consigna.
¿Acaso cada paso que diste no cambió, como en un ajedrez,
la relación secreta de las piezas que trazaron el mapa de toda la partida?
No te acerques entonces con tu ofrenda de tierras arrasadas,
con tu cofre de brasas convertidas en piedras de expiación;
no transformes tus otros precarios paraísos en páramos y exilios,
porque también, también serán un día el muro y la añoranza.
Esa puerta es sentencia de plomo; no es pregunta.
Si consigues pasar,
encontrarás detrás, una tras otra, las puertas que elegiste.


Num. 14 de La noche a la deriva (1984)

domingo, mayo 10, 2009

No han cambiado y son otros

Mi abuela fue una hechicera blanca que heredó en cada piedra un altar de los druidas
donde oficiaba a medias con la luna sus ceremonias blancas.
Encendía las lámparas de un soplo,
bordaba las historias más hermosas con las hebras más largas del invierno
y evaporaba brujas tan sólo con mondar sin miedo una naranja.
Su mundo era un fanal iluminado por rayos y centellas
que guardaban distancia frente al ojo temible del alcanfor y de la naftalina.
Devanó las madejas de los encantamientos en las torres de sombríos castillos
y las puso en su arcón, bajo la forma de una trenzas doradas,
junto con los retratos de los invisibles
y los lentos, fervorosos plumajes de la leyenda y la paciencia.
Con su mirada de agua que se va disolvió enfermedades como flores de fuego,
como encajes de nieve,
y salvó del infierno muchas almas de vivos y de muertos
regateando en voz baja con los santos hasta el amanecer.
Se fue por un jardín con su dócil cortejo de pájaros, de locos y de duendes.
Lo anunciaron los perros.
Cuando llueve me deja una tisana hirviente y un ramito de espliego.

Mi madre fue una reina que trocó sus dominios en la tierra por un lote en el cielo,
un pequeño lugar para erigir de nuevo la casa y la familia.
Se habrá cumplido el pacto, porque tenía el don de acatar e imponer hasta el final,
como una quemadura, la ley de la palabra.
Era tan majestuosa como una catedral y más heróica que cualquier muralla,
pero cambiaba de estatura de acuerdo con la ocasión, tierna o solemne,
igual que los arcángeles.
Hacia retroceder las sombras emboscadas, las jaurías hambrientas,
partiendo en dos los puentes y las noches con sus manos tan suaves.
Dominaba las hierbas venenosas rozándolas apenas con la punta del pie,
descubría al trasluz las burbujas secretas en el fondo de los arroyos y las ciénagas,
y apartaba las máscaras con su mirada tormentosa como si descorriera un cortinaje.
Regresó muchas veces desde los bordes de la muerte, sólo para arroparnos.
Se fue por un larguísimo camino,
así como se aleja, llevándose todo el sol, una montaña.
Cada noche acaricia mi cabeza, rasga la oscuridad y me seca las lágrimas.

Mi padre fue un incrédulo rey mago quellegó a nuestro sur siguiendo la otra cara de su estrella.
Vino de mar en mar,
desde una isla donde se entrecruzaron terremotos, dinastías y vientos,
y fundó unas colonias de secretas nostalgias y traicionera sal
que absorvieron un díua y otro día las ávidas arenas.
Sus manos no estaban hechas para asir;
eran manos de palmas hacia arriba ofrenciendo la perla del milagro a los esperanzados y a los desposeídos.
Tenía los sentidos tan despiertos como las luminarias de los bosques paganos
y era capaz de convertir de pronto un recinto enlugato en un salón de fiesta,
una roja manzana en el más codiciado trofeo del estío,
aunque hubiera debajo de su piel y detrás de las chispas azules de su risa
una lejana brina, algo como una oculta vocación de ausencia.
La enfermedad lo ató con invencibles ligaduras a un inmóvil encierro.
Lo he visto en su Agrigento, en el torso de Júpiter caído entre columnas griegas.
Se fue con la marea, como un náufrago que se deja llevar hacia su orilla.
Me trae con el alba bengalas encendidas y un puñado de almendras.

Ellos vuelven y ocupan sus lugares junto a estas ventanas, esta mesa, este lecho;
vuelven con grandes trozos de paredes y muebles y paisaje disueltos
y construyen con extraños escenarios que intercalan a través de los años.

No han cambiado y son otros:
compartieron conmigo los fulgores y los rasguños de este lado.
No han cambiado y son otros:
una opaca polilla, un objeto que cae, la rama que golpea contra el vidrio,
este frío que corre por mi cara.
Es posible que intenten como yo la aventura de violentar el tiempo,
de mezclar las barajas del presente, del porvenir y del pasado.
No han cambiado y son otros.
No es museo de cera la memoria.


Num. 13 de La noche a la deriva (1984)