lunes, mayo 22, 2006

Flores para una estatua

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¡Cuántas lamentaciones,
cuántas vanas promesas tenderán como redes vencidas los amantes,
cuántas húmedas hierbas seguirán envolviendo con ternura la sombra de las cúpulas sedientas,
cuántas desalentadas melodías pregonarán las piedras en las tardes,
mientras el viento mece la huella de una imagen como a un nombre desierto!
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Era la blanca diosa que antaño nos sonriera
desde un rincón donde su largo sueño demoraba la vida,
lejana, inalcanzable,
más allá de las manos en que polvo y amor brillaban confundidos.
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¿A qué dichosa edad, a qué mirada tan persistente aún
que embellecia el mundo con su sólo recuerdo, destinaba sus ojos,
la pálida dulzura detenida en la piel como el último llanto en una tumba?
¿Qué soplo inacabable, desafiando los vientos,
flotaba todavía sobre su corazón, lo mismo que un ropaje?
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Nada fueron en ella las sombrías tormentas,
el tiempo, la distancia, el triste decaer de las cosas terrestres
que solamente dejan en nosotros derrumbe y soledad,
memorias imposibles de una antigua belleza;
y así entre deseos y fatigas,
-esos mustios destellos, esas viejas guirnaldas de flores quebradizas-
soñabamos también un porvenir en el que todo fuera un largo gesto,
el único elegido,
bajo la lentitud sagrada de algún día olvidado en lo eterno.
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Ella fue recobrada, intacta para siempre.
No la veremos más.
No sabremos jamás qué resplandor lejano correrá por su frente como un río,
ni en qué lugar, junto a su gran silencio,
retornamos de nuevo apenas a ese instante, a ese ademán, apenas,
en que la sangre ardió como en la muerte, de una sola manera.
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Pero aquellos que fuimos,
mensajeros de un mundo perdido en lo más hondo del destierro,
vieron, cuando partían, caer en la penumbra
nuestros mismos semblantes, el último fulgor de lo que nunca muere;
y entonces dispusieron de nosotros,
asediados, efímeros,
igual que de un recuerdo semejante a su olvido.




Num. 10 de Desde lejos (1946)

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