martes, mayo 30, 2006

Carlos Fiala

Estoy aquí porque me lo han mandado.
No estoy aquí porque quiera nada para mí, ni para ser recompensado.
Franz Werfel, “La muerte del pequeño burgués”

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Nació un cinco de enero.
Tenía que vivir sesenta y cinco años porque así estaba escrito en todos los papeles.
No fue un rostro esperado,
ni el sueño de un jardín donde los girasoles son el tambor absorto del verano,
ni el miedo de partir y volver a llamar desde la lejanía sin que nadie responda.
Ni un obstinado afán de prolongar la gloria miserable de felpas y retratos.
Fue un humilde legado lo que su voluntad compraba día a día.
Día a día escuchamos el tintinear sombrío de la oscura moneda de la muerte.
Pero no lo sabíamos.
Del otro lado de los hombres el tiempo era tan sólo el color de unas hojas que perduran palideciendo
[hasta la extenuación.
Del lado de los hombres el yacía en su cuerpo lo mismo que el heróico morador de una casa
[donde todo ha caído,
donde légamo y ruinas se disputan un palmo de corazón aciago,
ese aliento que aún brota sofocado por la respiración de unas hiedras mortales,
la última memoria de una tierra baldía.
Del lado de los dioses el tiempo era una insignia de sangre y de coraje.
Del lado de los dioses él estaba de pie, insomne en su portal, aguardando el relevo.
En vano desfilaron las muchachas sedosas como un vaho estival,
los viejos compañeros del Regimento Real de Infantería,
o los adoradores de unas sagradas leyes que acatara con todo su terror o toda su esperanza.
¿Qué podían las máscaras brillantes, los rastros engañosos para la cacería?
Él era el centinela de una dura consigna.
Ninguna otra obediencia ningún otro castigo.
Hasta que las banderas enrojezcan la niebla
y un galope salvaje, un toque de trompetas resuenen como el trueno,
y el carruaje imperial atraviese la tierra rodando con la última moneda de la muerte.
Carlos Fiala, a la orden.
Murió el siete de enero.
Debajo de su almohada había un calendario y un ribete dorado.


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Num. 13 de Las muertes (1952)

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