jueves, mayo 25, 2006

La deconocida

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Un día recogieron el indolente peso de su cuerpo bordeado por un sueño,
la ramazón de su alma balanceándose al soplo de iguales melodías,
todo su largo tiempo contenido por inmóviles redes;
y así quedó labrada
-un reflejo tan sólo de sus cambiantes, indomables sombras-
dentro de un corazón como una nervadura.
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Allí no penetró ni el esplendor del aire desplegando el suspiro de las recientes flores,
ni la noche roída por esos tristes huevos que abandona al partir
todo cuanto ya fue desvanecido.
Ni claridad gloriosa como un saludo de alas relucientes,
ni penumbra de labios que musitan un desmayado adiós,
porque allí reina apenas la estéril duración de un momento cumplido,
un cielo sin anhelo de otros cielos,
la hija inalterable de una sorda memoria.
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Pero donde los días entretejen pacientes sus coronas,
ella sintió filtrarse hasta sus venas las hondas estaciones,
el hechicero vuelo de la vida y la muerte
como dos mariposas que estremecen una ansiosa pradera.
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¡Cuánta pasión rodando por sus dulces declives!
¡Cuánta quietud a la que el viento llega con sus manos salvajes,
rescatando el despojo de unas ramas que ardieron hasta el polvo,
levantando el silvestre perfume de unas hierbas
y repitiendo el canto de lo hermoso que pasa!
¡Cuántos tallos mordidos por una sed que nada colma nunca!
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¿Cómo encontrar bajo invencibles lianas
esa respuesta a un alma que interroga incesante,
ese lugar preciso para una oscura forma cuyos lindes se borran
prolongándose en lágrimas, en huellas,
en ademanes vagos, en nombres tan inciertos para el amor y el odio?
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Ella lleva en sus brazos tantos restos de edades desoídas,
tanta vana esperanza, tantas ofrendas demasiado pródigas,
que se irán convirtiendo en ramo que se ahueca hasta ser un color
cuando atraviese lóbregos recintos,
corredores sumidos en el eco monótono de un tiempo,
herrumbres y letargos donde esperaba hallas las grandes primaveras.
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¡Oh tierra, juventud insaciable!
Cubridla de piedad,
de promesas lucientes como un río al caer de un relámpago,
cuando ella se asome a la cerrada cavidad deun pecho que ha servido a un recuerdo
y contemple, todavía ignorante,
lo mismo que a través de un cristal empañado por la respiración de pálidos helechos,
a aquella que vivió tan sólo un gesto suyo,
solitario, perdido,
el inmutable rostro de la desconocida.



Num. 21 de Desde lejos (1946)

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