jueves, octubre 30, 2008

Parte de viaje

Como quien se ha perdido en la espesura y es tarde y tiene frío
-no importa que las hojas prometieran con cada centelleo una gruta encantada,
que los susurros del atardecer fueran las risas de los desaparecidos,
que los pájaros cambiaran de color justo a la hora de no ser ya los mismos-,
quiero volver a contemplar el fuego entre cuatro paredes.
No diré que la travesía fuera imaginable,
visos de tiempo incesantemíente proyectado en la memoria del olvido,
sino que fue más bien ver desfilar relatos fosforescentes en el curso de agua,
siempre con la amenaza de una zarpa a punto de borrarlos,
siempre con desenlaces sombríos en los que me alejo de la mano de nadie
o estoy en una escena en que la muerte ha protagonizado todos los papeles.
No faltaron prodigios.
Todo viaje comprende reservas naturales de los museos que nos obsesionan.
Puedo hablar, por ejemplo,
del hombre que se trasmuta en nube cuando lo llama la distancia,
y acaso sea el mismo a quien reclama por cada oreja una mitad del mundo,
o de aquel que propaga imágenes de amor, como una repetición del eco,
y acaso sea el mismo en cuya sombra crece sólo la hierba del edén perdido.
Cada uno en su juego de ráfaga indecisa,
cada uno girando en su noche sin fondo, en su órbita incierta.
También hubo el mensaje de la lluvia que cayó al mismo tiempo en [dos lugares
y las apariciones simultáneas de mariposas negras en todas las ventanas
y los atardeceres contagiosos como diseminados por las tenaces pestes del paisaje.
Podría citar otras maravillas y errores que no apresó la crónica,
rarezas y ejemplares nunca domesticados por pregones de feria,
pero no quiero contemplar dos veces lo que vuelve del polvo o es rehén de otro reino.
Que repose intocado con su bautismo de insoluble sal sobre la frente.
¿Y para qué despertar uno por uno los accidentes del camino?
Quedaron señalados con un sello indeleble en los relevamientos del subsuelo,
como si fuera útil ¿para quién? el ejemplo o necesaria ¿para qué? la advertencia,
como si yo pudiera ser la misma aunque no cambie el río.
Entre suelos que corren y límites que se sumergen o que vuelan
las pruebas fueron tantas que no acerté los tiempos;
confundí las personas, entradas y salidas, costumbres y tatuajes;
con las demoliciones de los años construí laberintos en vez de paraderos;
me dormí bajo techo y desperté acosada por los perros de la cacería.
En alguna oportunidad presté mis lámparas a las vírgenes fatuas:
me dejaron a oscuras y me desvalijaron los gorriones.
No pienso, no, que todo fue acechanza, ni mordedura, ni emboscada.
Guardo en algún lugar los días y las noches como inmensos retazos de la fiesta
y solamente habrá que desplegarlos, iluminar los rostros,
probar los episodios y repetir los gestos,
como si alguien nos hubiera elegido para ser personajes de algún sueño.
Aunque tal vez sea mejor conservarlos plegados
junto con los recortes de las bellas excursiones frustradas
y los planos de puertos y ciudades en los que ya no hay nadie para hospedar el alba
y el mapa del planeta con su flora y su fauna coloreados por la melancolía
y la cinta del horizonte inabordable.
Ahora estoy sentada sobre la hierba insomne y hago mi recuento.
¿Debí no haber salido a la intemperie? ¿o cambiar el trayecto?
Todo paso hacia atrás puede invertir de pronto la perspectiva de una his toria.
Toda mirada por encima del hombro puede adulterar los inocentes escenarios.
Es tarde y hace frío bajo las estrellas que todavía lucen, actuales en su nunca,
pero que quizás allá lejos se apagaron.
Voy a entrar en la casa.
Alguien está despierto estrujando las sombras, disponiendo los leños.
¿Es innoble la paz? ¿Es sedentario el fuego?


Num. 7 de La noche a la deriva (1984)

lunes, octubre 13, 2008

Recoge tus pedazos

a Susy


No, no lloro por ti
que ya cerraste "la tarde y la mañana en el último día de los siglos";
lloro por la niñita blanca de dos viejos retratos;
esa de la que eras el porvenir erróneo,
el presente negado por dos veces en el reverso oscuro:
"A Olga, la que no fui".
De pie, detenida en tu paso frente a las pirotecnias de la luz,
¿qué te impidió llegar hasta el columpio que oscila entre las nubes?,
¿quién te cruzó el camino con una soga negra trenzada por los perros del infierno?
¿y en quién recae ahora esta desgarradura insoportable?
De frente y de perfil, la indefensa sonrisa de estupor a punto de nacer,
comenzabas tu inicuo prontuario de inclemencias con los brazos caídos
y una mano apoyada levemente en el terciopelo que se va,
en la dulzura que huye.
¿Qué mirabas entonces tan absorta
como si contemplaras faunas desconocidas en un torpe dibujo indescifrable?
Tal vez vieras proyectarse en el muro formas vertiginosas del destino:
los vuelos insensatos de la madre trazando cada vez círculos más distantes,
unas sombras chinescas creciendo como monstruos domesticados por el padre,
la confabulación de los espejos donde se ocultan siempre las hermanas,
y al final el amor, el laberinto ciego que lo confunde todo,
el puñado de polvo brillando entre los dedos,
la sanción con el látigo, la hoguera y el cuchillo.
Aún no lo sabías.
Aún eras una cinta fulgurante detrás de la cometa inalcanzable
la niñita que gira como un sol entre acacias, coronada de lluvias amarillas;
la intérprete del zorro, de la piedrecita y de la hormiga;
la comensal de honor de los conejos, que desmigaja el pan junto con su risa;
la que alza los ojos azorados hacia la noche incomprensible
y tiembla entre las sábanas cuando escucha la voz de un dios desconocido amenazando con el rayo.
Yo he visto a esa criatura del pavor asomarse a tu cara
como si resurgiera desde el fondo sombrío hasta la superficie de las aguas
para espiar otra vez entre los listones del carruaje una escena inaudita;
la veo todavía sacudirse de nuevo en tus sollozos, deslizarse en tus lágrimas,
mientras la mano atroz la precipita por la cuesta sin fin contra el acantilado.
¿Dónde estaban los ángeles insomnes? ¿dónde, la diligente providencia?
Recoge los pedazos.
Yo te presto a mi abuela, esa que ya querías
y que andará tan atareada por todos los hospitales de los cielos.
Sabrá unir los fragmentos con sus costuras invisibles, con su santa paciencia.
Y deja que te conduzca en tus dos tiempos hasta la que no fuiste,
allá donde se fusionan sin duda los modelos del intenso deseo
con los borradores de las frustaciones y la consumación.
Después, en un día cualquiera, cuando te acuerdes, cuando quieras,
que puedas estampar tu rostro único en algún cristal que mire hacia este mundo,
aunque sea un instante; aunque sea un instante
que yo pueda leer en el reverso de la nube más alta:
"A Olga, la que ya soy".

Num. 6 de La noche a la deriva (1984)

sábado, octubre 04, 2008

No hay acceso

Entre mi mano y el objeto que le sale al encuentro a duras penas
-la aguja en el pajar, la llave prodigiosa en la corriente,
la perla que deslumbra como una aparición bajo el temblor del médano-
surge siempre otra mano que se adelanta al juego de mi mano,
que se ajusta como un molde feroz a esas milagrosas condensaciones del deseo
y arrebata de un golpe mi frágil pertenencia
como si retirara la ganancia de una ignorada apuesta con mi dócil destino.

Entre mi mano y el objeto a su alcance, sin búsqueda y sin pena,
-la mesa como fiera al acecho, la silla con su recóndita intención de vuelo,
la lámpara santificada por su aureola de papisa doméstica-
surgen siempre otra mesa, otra lámpara, otra silla, envueltas en el color de otro lugar;
depósitos de visiones adulteradas por pérdidas y olvidos,
todo un desfile irreal que me impide llegar como un telón al fin de cada viaje.

Entre mi mano y el objeto atrapado después de un ímprobo combate
-el vaso en cuyo fondo se abre la flor de las orillas imposibles,
el guijarro que late como un pájaro, la cucaracha que me suspende por los pies-
surgen siempre unas densas envolturas de cristal o de hielo,
distancias transparentes que interponen su levedad como un sueño infranqueable,
y rechazan mi última inmersión en el secreto corazón de las cosas.

Entre mi mano y otra mano que se aproxima para la permanencia o el adiós,
no hay más que divisiones ilusorias, espejismos del verbo en cada nombre,
destinos que sólo son fragmentos en custodia del estallido de los cielos
pugnando por reintegrarse a la sustancia intercambiable y única de Dios;
pero surgen consignas como lápidas, cuerpos atrincherados en huesos solitarios,
hogueras y glaciares que trazan sus fronteras y me señalan mi lugar.

Y no hay ningún acceso,
ninguna superficie permeable bajo el guante de estupor adherido a esta mano
que se desliza, ajena, contra la amurallada dureza del planeta.

Num. 5 de La noche a la deriva (1984)