domingo, enero 07, 2007

En el bosque sonoro

Cada día me despierta este doble cuerno de cazador que parece atravesar mi cabeza lado a lado. Aspira el bosque entero. Lo convoca hacia adentro como un viento donde flotan inasibles combates y roces y resistencias y caídas. Lo ausculta como a un cuerpo contagioso que denunciara la enfermedad con tales estertores.
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Pero no somos mutuos las legiones y yo. Mi presente es pasivo y no se ramifica. Acata sin defensas la conmovida inmensidad, el estado de sitio, la alarma que establece su feroz batería sobre rieles frenéticos y los lanza, sin más, a lo desconocido.
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Es un tropel de intrusos que irrumpen en mis cámaras secretas. Violan los sellos, derriban los tabiques, estampan la protesta en las paredes de este negro anfiteatro donde hace sus disecciones el silencio.
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¡Equívoca invasión! Unas veces propaga el terciopelo como una nervadura de tormenta que me fulmina hasta los huesos o una antena de insecto que vibra entre los filamentos de la luz y me ensordece. Y otras, como si nada, sofoca con tapices o sandalias de nieve la explosión y la gangrena.
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Y por mi lado siempre esta forzosa, forzada intimidad con un secreto a voces que emana desde el fondo de cada intimidad; esta avasalladora convivencia de oreja contra el mundo; esta equívoca participación en la cárcel ajena.
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No hay rigor ni medida, ni siquiera para escuchar el propia corazón, los propios dientes.
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Aquí la resonancia que exagera con su coro demente el golpe en el vacío, o el alfabeto casi restaurado que se escurre de pronto en polvo demasiado fino o estalla en grandes bloques de vociferaciones. Boquetes y obstrucción.
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Y debajo estas bocas que se abren en el muro, contra toda esperanza, y que musitan siempre la palabra. Palabra inaudible, palabra empecinada, palabra terrible -mi mantra del ascenso y del retorno-, palabra como un ángel suspendido entre la aniquilación y la caída, como la trompeta del juicio que se rompe contra el fragor, contra el acantilado, bajo la irremediable rompiente que me aturde y me envuelve y me tritura desde los alaridos de mi sangre y me impide escuchar.

Num. 11 de Museo salvaje (1974)

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