domingo, octubre 08, 2006

Parentesco animal con lo imaginario

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Brotando acusadora, como ciertos oleajes emplumados sobre la superficie de un estanque asesino o esa loca maleza que enfunda de la noche a la mañana algún recinto destinado a ser estatua y tumba del secreto cautivo, mi cabellera es la evidencia escalofriante de lo que oculto en mí. Lo denuncia, lo exalta, lo pregona. Pero ¿qué oculto en mí, como no sea mi maraña de sombras y esa legión orgánica y sin rostro que oficia en mis entrañas? ¡Contra ellas la tibia, la densa, la inocente o perversa y filiforme delación!
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O tal vez sea apenas, simplemente, un fulgor semejante, una metamorfosis del hechizo interior, si no el manto piadoso de la estirpe animal sobre la exigua tentativa humana. O tal vez nada más que el último recurso de la fuga o esas prolongaciones insensatas que emite la nostalgia.
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¿Y a expensas de qué vive esta especie de ráfaga atrapada, esta indolente enviada de otro mundo arraigado en el hambre, parásita de fiebres, vampira en la profunda garganta de los sueños? Sé que extrae de mí un alimento tan letal como el vaho quye exhalan los sofocantes folletines. Se empapa en una niebla malsana, alucinógena. No en vano esa apariencia de alma errante, de espeso cortinaje dispuesto para el crímen, de lujoso sudario hecho para cubrir o revelar las heridas que dejan los amores fatales en cuerpos de mujer trocados en violentos catafalcos o en proas de navío sobre lechos de sangre.
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A veces, siempre a solas, un crujido entre briznas soterradas, una absorción repentina hasta la médula, me anuncian que pretende arrancarme de mí, desenraizarme, como a un tubérculo antropomorfo, para implantarme en la negrura de la fábula igual que a una mandrágora. No cedo, no; me aferro a mis modestas pertenencias. Pero una bocanada casi eléctrica que me impulsa hacia arriba me indica que está a punto de suspenderme de lo alto y cubrirme de filamentos encendidos a manera de lámpara.
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¡Ah, las maquinaciones que paralizan las ruedas de la noche! ¡Cuando la oigo respirar a leves sacudidas y deslizarse astuta y sigilosa, destejiendo mi trama, devanando sin duda la urdidumbre que me fija a duras penmas en este pozo abierto en lo ilusiorio!, ¡cuando siento que se escurre feroz, palpando los objetos y los muebles con oscuras llamaradas dementes, y tapiza sin tregua, como una devoradora enfermedad, el piso y las paredes, y se enrosca y palpita en esta habitación lo mismo que jna insaciable y esponjosa bestia exigiendo la dádiva de todo el universo!, ¡qué visión admirable!, ¡qué fiesta en los telares del Apocalípsis! ¡Espléndido proyecto el de invadirlo todo o acosarnos cambiando de lugar, como el bosque de Birmam! La misma ambigüedad de una obra maestra.
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Pero no. Se retrae. Se domestica como un gato. Se convierte en caricia vagabunda en busca de caricias, en reclamo entre insomnios más lentos que las letanías.
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A lo sumo, un ansioso follaje que susurra el idioma del amor, una lluvia sensual embalsamada por el asombro y el deseo, una provocación al fuego, al erotismo.
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¿Y por qué no las hebras que segrega la sustancia de la poesía, el delirio de la muerte?
Num. 7 de Museo salvaje (1974)

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