sábado, julio 22, 2006

Feria del hombre

Esta es la barraca del hambre hecha con piel de lobo y vaho del invierno.
Cuando entras, los disfraces acaban de llegar.
Elige el que convenga a tu gran aventura,
el que mejor te encubra entre las cuatro tablas de tu ley.
Sólo te falta el arma con que al matar te mates.
Yo elegí los delirios, las magias y el amor.

Aquí comienza la madriguera de los sobrevivientes.
Son los que están de pie, sobre el pecho roído de los otros.
Se alimentan con sal de las memorias,
con la harina enlutada de alguna eternidad,
con el vino sagrado que destilan los corazones fieles.
Cada día la mano llega y los parte en dos con un golpe de acero:
la cabeza en las nubes, el cuerpo en un abismo.
Pero mitad y mitad, como la culpa y el remordimiento,
se juntan cada día en un solo castigo.
Es un juego que empieza con la inocencia del amor, en un cristal de miedo,
y que sigue después y más tarde hasta nunca en los negros espejos de la soledad.

Ese tren que se acerca envuelto en llamas
es ese tren fantasma que atraviesa todos los aposentos y no llega jamás.
Corre con la velocidad de los deseos
arrastrando el hadeo de las fiebres y el humo del olvido.
Cuando miras acaba de pasar.
Sólo queda el latido de un tiempo inalcanzable.
Es un tren del adiós.
Es un tren de viajeros condenados a contemplar el mundo en una polvareda.
De una estación a otra, de un verano a un otoño,
desembocas en medio del invierno hecho de flores rotas.
Si subes, no tendrás nada más.

Zona de pastos secos en tierra de miseria
y de fieras que brillan como el oro de la revelación al sol del mediodía.
Se trata de vencer o de morir.
Todo consiste en convertirse en lazo o en puñal,
en despertar un día púrpura de verdugo que se teme a sí mismo,
en descubrir el sitio justo del sacrificio.
Si te rindes, puedes vivir a expensas de tu mismo animal,
en un costado de la madriguera.
Pero no gritarás ni en medio de los sueños.
También puedes ser pasto.
Puedes crecer debajo de tus pies.

Ellos caminan sobre vidrios que los separan de la tierra,
ellos absorven fuego y clavan en su piel mariposas y ramas que nadie puede ver.
Cantan con una cinta en la garganta y bendicen el radiante telón que cae en el patíbulo.
Sus heridas brillan como lujosas pedrerías en medio del desierto.
Son su propio rehén: el premio del martirio.
Gentes cuya expiación zumba como un enjambre en el ayuno;
gentes con mirada de exilio bajo los párpados de la primavera.
Cuídate de su orgullo como de una alimaña que avanza por debajo de tu casa.
Huye de su perdón deshabitado.
Oh, conozco las redenciones sin piedad,
las arpas solitarias,
esas linternas hacia adentro que convierten el mundo en un salón velado para el crímen.

Gira con el pregón de reinos y abalorios y caras de hechiceras pegadas contra el vidrio,
con tu fauna de azogue disuelta en una lágrima,
con tu cielo de tormenta de nieve adentro de un gran globo seultado en el jardín perdido.
Gira sin detenerte, demasiado temprano carrusel de inocencia.
Es demasiado tarde.
Para quedarse en ti no bastan las dos alas, ni los ojos cerrados,
ni siquiera dormir con el tiempo encerrado en una caja.

Habría que volver a echar los dados de la primera vuelta.
Habría que borrar la ráfaga que aspira desde el fondo de cada porvenir.
Habría que cambiar la contraseña y olvidar las tijeras.
Habría que nacer sin esta herida abierta en el costado.

“Nada por aquí, nada por allá,
nada en esta mano, nada en esta otra”.
Nada en la galera del prestidigitador, ni en sus huesos, ni en el revés de su alma.
Pero en algún lugar cómplice de la oscuridad trota la trampa:
la bestia con cabeza de cuchara para vaciar mejor,
con cara de moneda para engañar mejor,
con mirada de rata para escapar mejor;
la indiferente bestia emboscada entre plumas,
en el centro de un círculo de luz, debajo de la felpa de todas las palabras.
Un día de repente surge la aparición con color de relámpago,
y las plumas no cesan de caer y las luces se apagan y la palabra es vana.
Una negra burbuja encierra el mundo desde tu corazón.
En tanto la impostura roe como la muerte tus entrañas.

Estos que se sostienen de la mano de Dios,
de una esperanza abierta en forma de sombrila sobre la cuerda floja,
de un milagro que arrulla como un violín debajo de las aguas en su salto mortal,
cruzan los precipicios de espaldas hacia atrás y hacia mañana,
porque de todos los peligros eligieron no ver, no volver a mirar.
En vano les repiten que el ojo de la tierra es acechanza,
que desde abajo hay bocas que reclaman con el revés de la plegaria,
que el vértigo es de pronto una tinaja azul que se convierte en urna,
que la caída es una ley más fuerte que cualquier ascensión.
Ellos caen un día con una levedad de espantajos en vuelo,
con un sonido hueco, como ángeles vacíos.

Se adivina el pasado, el presente, el porvenir con las manos atadas.
Se lee el pensamiento en el papel en blanco.
Se bebe un elixir que transforma los sueños en el ojo de las cerraduras,
que transmuta las fuebre en escaleras hacia la más lejana lejanía.
Entonces es la hora de recoger las redes.
Llegan voces de mando, destellos de un combate que se libra con las puertas cerradas,
y la tiniebla surge con la lluvia que cae en otra parte,
con la luna que arrastra una viva reunión de muertos milenarios,
con tu casa invadida por una casa donde ya no estás y los huéspedes son tus sombras de mañana.
Si quieres, puedes interrogar el desvarío de tu sangre convertida en oráculo,
puedes buscar la lámpara enterrada en el borde de tu alma;
no encontrarás jamás una luz que ilumine lado a lado las dos mitades de tu cara.

Un ojo, dos cabezas, tres brazos, cuatro pies.
He aquí la guarida de los expulsados, al margen de la ley.
Un ojo solo cambia como el rayo cada intención del mundo:
dos cabezas nos bastan para multiplicar por dos las cifras del enigma;
tres brazos equivalen a querer abrazar al testigo invisible;
cuatro pies nos delantan la demencia de la separación.
A ellos los arrancaron de raíz, molieron sus semillas entre las fauces de la bruna.
Pero tambén en tí, también en mí,
una desobediencia hacia lo alto, una infracción abajo.
Incuban ese monstruo que un día nos devora con la sal del destierro:
el habitante solitario de la más desolada soledad.

Ya puedes elegir.
Alguien va a dar la orden de hacer fuego.
Vas a entrar en la cárcel de tu inmolación.



Num. 17 de Los juegos peligrosos (1962)

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