sábado, junio 03, 2006

Espejos a distancia

I

Tú, testigo tan implacable y fiel como la piedra al sol del mediodía,
búscame en algún sitio donde sea más fuerte que el sabor del tiempo,
Tráeme desde algún lugar donde las aguas del diluvio hayan bajado,
Y yo esté allí aún,
envuelta con el manto de los invulnerables
después de toda prueba.

Y es como una burbuja desprendida de la espuma del cielo.
Veo abierta de par en par una ventana sólo para salir a la intemperie,
sólo para seguir este reguero de migajas sombrías que lleva hasta la muerte.
Veo un jardín inmenso sepultado en la huella de una pata de pájaro.
Y la casa que crece entre los sueños con raíces de locura furiosa,
la casa que simula a la distancia navíos y combates,
se ha levantado y anda debajo de la arena.
Veo unas gradas en las que retumba la cabeza del miedo
–olas, galope y trueno–,
cercenada de pronto por el primer cuchillo que guardo en la nostalgia.
Cae, cae conmigo hasta el regazo.
¡Oh piedad! ¡Oh sangre siempre insomne del corazón materno,
lúcida como la hierba me has guardado!
Y yo tengo en los ojos el tamaño de lo irrecobrable.
Soy apenas ese fulgor del oro perdido que cualquiera puede mirar desde sus propias lágrimas.

II

Tú, ladrón de la gloria y la miseria,
merodeador de tantas escenas
que se encienden después igual que un talismán en el fondo del alma,
desentierra el lejano amor del huésped,
ábreme las cavernas donde fui arrebatada con ese brillo de ascua,
déjame contemplar en la nostalgia de esas vivas estatuas que miran hacia atrás.

Y es un vapor que sube desde cada caldera donde me están hirviendo,
un vaho de salvajes corazones en el ritual del hambre,
un humo de expiación que asciende desde el fin de toda hoguera.
¿Quién era yo, desnuda, bajo esos velos de eternidad tejidos por la sed en el palacio de los espejismos?
Cara de cuenco blanco, hecha para beber el ácido brebaje del olvido:
no me puedo mirar.
¿Quién era yo en un lecho con orillas de río, en una barca en llamas que corría más allá del abismo?
Cara de cuenco rojo, roída por los dientes veloces del deseo:
quienquiera que te vio te ha perdido entre mil.
¿Quién era yo con una piedra de inocencia en cada mano para ahuyentar las invencibles sombras?
Cara de cuenco negro, trizada por el golpe del engaño:
nadie ha quedado en ti.
¿Quién era yo?
¿Quién era, puñado de cenizas?

III

Tú, cómplice de la rampa del abismo,
con ese brillo de ángel caído entre dos mundos,
ilumina este rostro que pugna por asomar desde mi nacimiento,
muéstrame a la que mide con mirada de siglos la distancia que me aparta de mí,
a la que marca con un tatuaje fúnebre todo cuanto me habita,
lo mismo que una herida.

Y es como una bujía que asciende desde el fondo del estanque.
Hay un fulgor de verde venenoso,
Una luna que avanza como la emanación de vegetales milenarios.
Ella pega sus mejillas de reina leprosa contra el cristal del invernáculo.
-Carne desconocida,
carne vuelta hacia adentro para sentir pasar el arenal del mundo,
carne absorta, arrojada a la costa por el desdén del alma-.
Yo no entiendo esta piel con que me cubren para deshabitarme.
No comprendo esta máscara que anuncia que no estoy.
¿Y estos ojos donde está suspendida la tormenta?
¿Esta mirada de ave embalsamada en mitad de su vuelo?
¿He transportado años esta desolación petrificada?
¿La he llevado conmigo para que me tapiara como un muro la tierra prometida?
Entonces, este cuerpo, ¿habrá estado alguna vez tan lejos de la vida
Como ahora está lejos de su muerte?
Sin embargo la tierra en algún lado está partida en dos;
En algún lado acaba de cambiarse en una cifra inútil sobre las tablas de la revelación;
en algun lado,
donde yo soy a un tiempo la esfinge y la respuesta.
Que se calle mi nombre en esa boca como en un sepulcro.
Voy a empezar a hablar entre los muertos.
Voy a quedarme muda.



Num. 2 de Los juegos peligrosos (1962)

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