¿Qué ungüentos o qué pócimas usaron para hacerlo asistir a semejantes ceremonias?
¿Y cuál fue su función entre tantos oficios delicados como propalan los muestrarios?
No la quieta intrusión, el espionaje impune del imaginero.
Porque inmóvil será tal vez la beatitud,
un ángel domesticado por la contemplación de inalcanzables lejanías,
una burbuja azul suspendida en el centro de una esfera donde flotan las almas;
pero el pecado es tormentoso y arrebata en su remolino a quien lo roza.
Sopla y cambia de piel con la velocidad del fuego que devora los mejores propósitos
y no consigue nunca disimular con bellos atavíos el rabo y la pezuña.
Es igual que un color que aúlla entre las flores.
¿Y son ésas las tintas que utilizó Hieronymus?
¿Qué pecados mezcló para alcanzar la negrura de la pesadilla?
De caída en caída sin duda rompió el vidrio, se deslizó en el cuadro
y encontró un buen lugar en la farándula embrujada en medio del paisaje.
A simple vista se diría un taller en el que cada uno está absorto en su juego,
o una feria estival donde compiten ilusionismos y acrobacias,
o acaso un libro de horas en el que se mezclaron al azar las imágenes.
Pero hay algo que chilla como un cerdo al que degüellan en el alba,
algo que huele al filo del cuchillo, al tufo del demonio.
Y he ahí que ahora viene trotando sobre los lodazales con manos y con pies.
Viene con hielo y fuego y todo el sol en contra.
Te orina en la cabeza y tu deseo se convierte en sapo, en lagartija, en perro.
Te poseen engendros extraídos de escandalosas bodas y aberraciones de la especie,
de acoplamientos entre un par de bestias y un utensilio al paso.
Fusiones de ortopedia, vínculos que se anudan por el desencuentro y la tortura,
alimañas que saltan con la presión del vicio embotellado,
espantajos obscenos, prelados crapulosos, fortalezas incombustibles y vampiras,
recreos de verdugos, hopalandas encubridoras y festines de asilo,
orejas inquietantes como esfinges, moradas como fauces, delirios como embudos,
aluviones de cuerpos siempre ilesos para los irisados placeres de la soldadesca.
Otro golpe de llama, otro azote de truenos,
otra capa de sangre sobre el escabroso lema: "castigar deleitándose",
y que siga la orquesta.
¡Ah la contrahecha tentación y su profuso instrumental de amanuense del diablo!
Tienes toda "la triste variedad del infierno" por delante,
y tal como el reverso de la culpa así será la inagotable forma de la pena.
¿Y qué hace ahí Hieronymus, en medio de semejantes hervideros,
con esa cornamusa del color de la fiebre y esa gente girando sobre su cabeza?
¿Es el huésped de honor o el sospechoso anfitrión de la fiesta?
Acaso sea un réprobo cualquiera y pague con oprobios los abusos del yo
invirtiendo la suerte,
transformado a su vez en el hueco trofeo de un sentido,
en el atributo de la supresión, en la esponja que absorbe los excesos ajenos.
Aunque tal vez su alianza sea con las alturas, contra toda esperanza.
Tal vez no rece con el amor ni con la fe, sino con la visión de la condena.
Num. 19 de La noche a la deriva (1984)